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jueves, 8 de mayo de 2014

Fauna, filias y fobias: retazos de una vida.


 Me gustaría hoy, en primer lugar disculparme, pues llevo ya demasiados días, quizás, sin publicar ninguna entrada, debido básicamente a la carga de trabajo que vengo soportando y que, con más frecuencia de la deseable, me obliga a disponer, incluso, de parte de mi tiempo libre. En segundo lugar, daros, muy sinceramente, las gracias, pues hace tiempo que pasamos de las diez mil visitas al Blog - y ello en menos de un año -, agradeceros, del mismo modo, vuestros comentarios, ya sean éstos públicos o los que me hacéis en privado, vuestras sugerencias y sobre todo y fundamentalmente el hecho de que me leáis e, incluso, me pidáis que publique con más frecuencia.


Pero… también lamento ahora decir, ya para concluir, que seguiré escribiendo LO QUE, CÓMO y CUÁNDO se me antoje, según me de mi realísima gana o me permita la disponibilidad de tiempo y/o diversas e inexcusables prioridades, sintiendo, aún más, que al leerme, ciertas susceptibilidades se hieran, pues triste resultaría encontrar similitudes entre la ficción que yo decido narrar y las existencias de quienes se quieran dar por aludidos, en cuyo caso simple es, y será siempre, la solución. Ya lo dijo Michael Jackson: “THIS IS IT” lo que viene a traducirse, en términos más castizos, como “ES LO QUE HAY” y a quien no le guste, que no me lea. 

Cuando algo no te importa en absoluto, no te tomas la molestia de seguirlo, al menos, es así en mi caso, pues lo contrario evidencia que no es tan absoluta la indiferencia como se pretende.
 
 
Es una mañana cálida de un sábado de primavera. El viaje, por una carretera comarcal, se me antoja más que apetecible. Apenas si hay alguna nube blanca rasgando el añil intenso de un cielo iluminado por el sol, alto, muy alto ya. La atmósfera se presenta especialmente diáfana. A ambos lados de la calzada se extiende un inmenso mar de olivos, el verdor plateado devuelve, tamizados, los rayos solares que se proyectan de un modo oblicuo, contrastando con las manchas rojas que se diseminan caprichosamente entre los árboles. Percibo el siseo de las amapolas erguidas sobre sus delgadísimos tallos que, mecidas por una casi imperceptible brisa, parecen saludar mi paso con su balanceo. Bajo el cristal de la ventanilla y dejo que el aire acaricie mi cara que elevo hacia arriba, permitiendo el beso de la luz solar sobre mi rostro, cierro los ojos, supongo que en un inconsciente intento de agudizar mi oído más que por la molesta luz. Ningún sonido perturba, más allá de el del motor del coche, la quietud que destila aquél olivar. Una bandada de pájaros se ha detenido sobre los cables del tendido eléctrico que soportan unos altos postes, carcomidos y ajados, de madera. Sus trinos se hacen más acompasados, en un musical lenguaje incomprensible al oído humano, imagino que mantienen una solazada charla. Al girar una pronunciada curva es cuando tengo la imponente, aún más por inopinada, visión de un campo verde, cultivado con primor, cuya pendiente culmina en el único árbol solitario que puedo divisar a mi alrededor. Alto, frondoso y de un intenso color esmeralda oscuro. No puedo luchar contra la tentadora idea de tumbarme bajo la sombra de sus ramas. Me dejo llevar por el impulso y tan sólo unos minutos después me recuesto sobre el tronco rugoso, su sombra fresca es un alivio.

Me dejo caer, sudorosa, respiro fatigada por el esfuerzo de subir la pronunciada pendiente. Poco a poco voy recobrando el resuello, mientras oteo más allá de la carretera serpenteante, en cuyo arcén el coche refulge, en un rojo brillante, casi cegador. Decido quitarme los mocasines.

Es una sensación agradable, la de la hierba fresca al abrigo de las frondosas ramas, sobre los pies descalzos. Una refrescante brisa sopla de manera tímida, haciendo que la camisa ondee ligeramente mientras agradezco su liviano aliento. A lo lejos, recortándose contra el horizonte, los pétreos ojos grises de las montañas parecen vigilar el calmo desarrollo de la vida en el valle. Me pierdo en mis pensamientos, envuelta en el silencio, transparente, que impera a mi alrededor y sintiéndome en paz conmigo misma, en paz con el mundo. Noto un cosquilleo ascendente en mi tobillo izquierdo, de manera instintiva dirijo mi mano hacia él y topo con algo diminuto y duro. Miro hacia abajo para descubrir, entonces, una mariquita, extiendo el dedo para permitir que continúe su presuroso recorrido, sigue caminando sobre él mientras lo acerco a mi nariz y la observo con detenimiento. Me maravillan éstos insectos, siento fascinación por sus brillantes caparazones carmesí y los puntitos negros que se aglutinan sobre ellos. Me pregunto si la carretera que culebrea allá abajo sentía, momentos antes, el mismo cosquilleo bajo el coche rojo, un hormigueo agradable que eriza la piel o, en su caso, el inestable y deteriorado asfalto. Deposito a la mariquita con suavidad sobre la hierba y ella continúa su ascensión, poco después, por las retorcidas raíces del árbol que quedan al descubierto sobre el lecho mullido, ajena a mi presencia, ajena al mundo que la rodea.

Pienso en mi propio caminar por la vida, presuroso e indiferente a todo cuanto, yo misma, he decidido que lo sea. Reflexiono sobre mi escala de prioridades y también, claro, es inevitable, sobre la antagónica lista de todo cuanto me resulta insustancial. Detecto como, ésta última, ha ido engrosando con el transcurso de los años, y cómo, también, he ido componiendo un amplio puzzle en el que cada una de las piezas está, sencilla y simplemente, en el lugar que le corresponde, que siempre le correspondió. Es el mapa de mi vida: una miscelánea ensamblada de manera perfecta, en el orden equilibrado que deviene de la importancia de todos y cada uno de los elementos que yo he querido que lo compongan, para lo que se ha hecho preciso elegir, desechar, construir y en ocasiones, armonizar sentimientos encontrados, vivencias y experiencias que han ido ocupando, en el imperturbable estado de mi vida, el lugar exacto que habían estado aguardando desde el inicio y así habrá de ser hasta el final. Fracciones de un todo que, finalmente, se han unido hasta formar un engranaje que me permite seguir mi camino, indiferente a las realidades nocivas que puedan existir, ajena, cada vez más, a todas ellas. Feliz.

Le echo una rápida ojeada a la mariquita que continúa su incesante ascensión por el tronco. Imagino el paralelismo, entonces, con mi propia existencia y concluyo que se trata, sin el menor género de dudas, de un ser feliz. Inexplicablemente es el convencimiento que me embarga cuando, tras calzarme nuevamente, me encamino hacia el coche rojo en el que habré de continuar, yo también, mi recorrido, si bien no será tanto físico como vital…

Me pregunto ahora si el asfalto nota el cosquilleo…

"Muchas personas creen que cuando han superado un error
ya no necesitan volver a enmendarlo".
(Mariano José de Larra) 
 



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