Me gustaría
hoy, en primer lugar disculparme, pues llevo ya demasiados días, quizás, sin publicar ninguna entrada,
debido básicamente a la carga de trabajo que vengo soportando y que, con más
frecuencia de la deseable, me obliga a disponer, incluso, de parte de mi tiempo
libre. En segundo lugar, daros, muy sinceramente, las gracias, pues hace tiempo
que pasamos de las diez mil visitas al Blog - y ello en menos de un año -,
agradeceros, del mismo modo, vuestros comentarios, ya sean éstos públicos o los
que me hacéis en privado, vuestras sugerencias y sobre todo y fundamentalmente
el hecho de que me leáis e, incluso, me pidáis que publique con más
frecuencia.
Pero… también lamento ahora decir, ya para concluir, que
seguiré escribiendo LO QUE, CÓMO y CUÁNDO se me antoje, según me de mi realísima
gana o me permita la disponibilidad de tiempo y/o diversas e inexcusables
prioridades, sintiendo, aún más, que al leerme, ciertas susceptibilidades se
hieran, pues triste resultaría encontrar similitudes entre la ficción que yo
decido narrar y las existencias de quienes se quieran dar por aludidos, en cuyo caso
simple es, y será siempre, la solución. Ya lo dijo Michael Jackson: “THIS IS IT”
lo que viene a traducirse, en términos más castizos, como “ES LO QUE HAY” y a
quien no le guste, que no me lea.
Cuando algo no te importa en absoluto, no te tomas
la molestia de seguirlo, al menos, es así en mi caso, pues lo contrario
evidencia que no es tan absoluta la indiferencia como se pretende.
Es una mañana
cálida de un sábado de primavera. El viaje, por una carretera comarcal, se me
antoja más que apetecible. Apenas si hay alguna nube blanca rasgando el añil
intenso de un cielo iluminado por el sol, alto, muy alto ya. La atmósfera se
presenta especialmente diáfana. A ambos lados de la calzada se extiende un
inmenso mar de olivos, el verdor plateado devuelve, tamizados, los rayos
solares que se proyectan de un modo oblicuo, contrastando con las manchas rojas
que se diseminan caprichosamente entre los árboles. Percibo el siseo de las
amapolas erguidas sobre sus delgadísimos tallos que, mecidas por una casi
imperceptible brisa, parecen saludar mi paso con su balanceo. Bajo el cristal de
la ventanilla y dejo que el aire acaricie mi cara que elevo hacia arriba,
permitiendo el beso de la luz solar sobre mi rostro, cierro los ojos, supongo
que en un inconsciente intento de agudizar mi oído más que por la molesta luz.
Ningún sonido perturba, más allá de el del motor del coche, la quietud que
destila aquél olivar. Una bandada de pájaros se ha detenido sobre los cables
del tendido eléctrico que soportan unos altos postes, carcomidos y ajados, de
madera. Sus trinos se hacen más acompasados, en un musical lenguaje
incomprensible al oído humano, imagino que mantienen una solazada charla. Al
girar una pronunciada curva es cuando tengo la imponente, aún más por
inopinada, visión de un campo verde, cultivado con primor, cuya pendiente
culmina en el único árbol solitario que puedo divisar a mi alrededor. Alto,
frondoso y de un intenso color esmeralda oscuro. No puedo luchar contra la
tentadora idea de tumbarme bajo la sombra de sus ramas. Me dejo llevar por el
impulso y tan sólo unos minutos después me recuesto sobre el tronco rugoso, su
sombra fresca es un alivio.
Me dejo caer,
sudorosa, respiro fatigada por el esfuerzo de subir la pronunciada pendiente.
Poco a poco voy recobrando el resuello, mientras oteo más allá de la carretera
serpenteante, en cuyo arcén el coche refulge, en un rojo brillante, casi
cegador. Decido quitarme los mocasines.
Es una
sensación agradable, la de la hierba fresca al abrigo de las frondosas ramas,
sobre los pies descalzos. Una refrescante brisa sopla de manera tímida,
haciendo que la camisa ondee ligeramente mientras agradezco su liviano aliento.
A lo lejos, recortándose contra el horizonte, los pétreos ojos grises de las
montañas parecen vigilar el calmo desarrollo de la vida en el valle. Me pierdo
en mis pensamientos, envuelta en el silencio, transparente, que impera a mi
alrededor y sintiéndome en paz conmigo misma, en paz con el mundo. Noto un
cosquilleo ascendente en mi tobillo izquierdo, de manera instintiva dirijo mi
mano hacia él y topo con algo diminuto y duro. Miro hacia abajo para descubrir,
entonces, una mariquita, extiendo el dedo para permitir que continúe su
presuroso recorrido, sigue caminando sobre él mientras lo acerco a mi nariz y
la observo con detenimiento. Me maravillan éstos insectos, siento fascinación
por sus brillantes caparazones carmesí y los puntitos negros que se aglutinan
sobre ellos. Me pregunto si la carretera que culebrea allá abajo sentía,
momentos antes, el mismo cosquilleo bajo el coche rojo, un hormigueo agradable
que eriza la piel o, en su caso, el inestable y deteriorado asfalto. Deposito a
la mariquita con suavidad sobre la hierba y ella continúa su ascensión, poco
después, por las retorcidas raíces del árbol que quedan al descubierto sobre el lecho
mullido, ajena a mi presencia, ajena al mundo que la rodea.
Pienso en mi
propio caminar por la vida, presuroso e indiferente a todo cuanto, yo misma, he
decidido que lo sea. Reflexiono sobre mi escala de prioridades y también,
claro, es inevitable, sobre la antagónica lista de todo cuanto me resulta
insustancial. Detecto como, ésta última, ha ido engrosando con el transcurso de
los años, y cómo, también, he ido componiendo un amplio puzzle en el que cada
una de las piezas está, sencilla y simplemente, en el lugar que le corresponde,
que siempre le correspondió. Es el mapa de mi vida: una miscelánea ensamblada
de manera perfecta, en el orden equilibrado que deviene de la importancia de
todos y cada uno de los elementos que yo he querido que lo compongan, para lo
que se ha hecho preciso elegir, desechar, construir y en ocasiones, armonizar
sentimientos encontrados, vivencias y experiencias que han ido ocupando, en el
imperturbable estado de mi vida, el lugar exacto que habían estado aguardando
desde el inicio y así habrá de ser hasta el final. Fracciones de un todo que,
finalmente, se han unido hasta formar un engranaje que me permite seguir mi
camino, indiferente a las realidades nocivas que puedan existir, ajena, cada
vez más, a todas ellas. Feliz.
Le echo una
rápida ojeada a la mariquita que continúa su incesante ascensión por el tronco.
Imagino el paralelismo, entonces, con mi propia existencia y concluyo que se
trata, sin el menor género de dudas, de un ser feliz. Inexplicablemente es el
convencimiento que me embarga cuando, tras calzarme nuevamente, me encamino
hacia el coche rojo en el que habré de continuar, yo también, mi recorrido, si
bien no será tanto físico como vital…
Me pregunto
ahora si el asfalto nota el cosquilleo…
"Muchas personas creen que cuando han superado un error
ya no necesitan volver a enmendarlo".
(Mariano José de Larra)
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