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lunes, 10 de febrero de 2014

Las luces de invierno – Cuentos de Invierno desde Lisboa (I).



Siempre he sentido una profunda fascinación por los puertos pesqueros, una especie de magnetismo que me arrastra, irremisiblemente, a visitarlos y que hace que, por decadentes que puedan resultar, siempre acabe descubriendo una rara belleza en ellos que me cautiva. Es lo que me ocurre con el puerto de Lisboa. Allí es donde han surgido algunos de mis relatos, donde han germinado historias que suelo imaginar me llevaban aguardando, en aquél lugar desde siempre, para ser escritas. Me encanta, cuando los días se hacen más cortos, acudir al puerto a la caída de la tarde. Tan pronto como los marineros se embarcan para faenar durante una larga y dura noche y todo parece sumirse en ese letargo que se va expandiendo lentamente, al abrazo de algunas desvencijadas farolas que proyectan su mortecina luz, atravesando, en oblicuos haces amarillentos, la bruma que encuentra acomodo, con tímidos bostezos del tenue aroma a salitre, mientras las gaviotas se afanan en buscar abrigo al que pasar la noche, en los aleros de la Lonja o bajo las barcas en reparación. Es, en ese momento, en el que tiempo parece detenerse, quedando suspendido, en  acompasado cabeceo entre los rítmicos movimientos del mar que se va oscureciendo hasta desaparecer en la noche, cuando relatos jamás contados me rondan, susurrados por las olas, sugiriéndome su captura en mi bloc de notas… Pugnando así por quedar perpetuados fuera de mi pensamiento, produciéndose su nacimiento a una inmortal realidad ficticia, la que yo decido crear.



Hace un viento frío que me traspasa la ropa alojándose en el interior de los huesos y provocándome una extraña tiritera que lejos de disuadirme, termina resultándome acogedora y familiar. Huele a mar, un olor húmedo, metálico e intenso. Algunas gaviotas se adentran en esa inmensa masa plomiza, siguiendo la estela de los pesqueros que ya salen a faenar, se oyen, cada vez más lejanos, los graznidos y sus siluetas van diluyéndose en la distancia hasta llegar a ser pequeños puntos blancos, moviéndose de un modo casi imperceptible a mi vista. Empieza a anochecer y sobre el horizonte se perfila una extensa franja de un azul oscuro, casi morado, sobre la cuál ya luce Venus en todo su esplendor.

Algunos aparejos de pesca, oxidados e inservibles, a la espera de una reparación que, yo me barrunto, jamás tendrá lugar ya, se encuentran abandonados junto a lo que parece ser un viejo cobertizo de artes. La pintura está desconchada y los listones de madera que lo conforman aparecen, en algunos puntos, carcomidos por el efecto de la humedad y el salitre. Una remendada red se encuentra extendida en el suelo, sobre ella hay un taburete. Es el que utilizaba aquél viejo lobo de mar. Era el típico marino, de botas e impermeable amarillos, un grueso jersey de lana azul oscuro y gorra de capitán. Siempre estaba sentado allí, afanado en las redes o, simplemente, con la mirada fija en el mar, aspirando una vieja cachimba de la que nunca ví salir ningún humo. Nadie supo jamás su verdadero nombre, todos lo llamaban Matusalén, desconociéndose, del mismo modo, su origen o nacionalidad, pues hablaba perfectamente varios idiomas sin que le delatara acento alguno que pudiera ubicarlo como súbdito de un país determinado, él era “ciudadano del mundo” – dijo siempre -. No creía en fronteras, ni le vió nunca utilidad alguna a pasaportes ni a visados. Tampoco creía en las diferencias sociales o raciales.


Aquellos recuerdos, que la gélida brisa marina arrastra hoy sobre Matusalén, me hacen fijar la vista en las farolas que se diseminan a lo largo del puerto, son “las luces de invierno” así es como él las llamaba. Luces mortecinas, de un chisporroteante zumbido eléctrico, que pueden distinguirse entre la atmósfera lechosa de las noches invernales en el puerto, generando un escenario fantasmagórico en el que el papel principal era, siempre, representado por Matusalén.

Parece que sea, ésta, la misma noche en  que lo conocí.

Reconozco que era ya tarde para andar curioseando entre los esqueletos de barcas que habían conocido, sin duda, días mejores fuera de aquél dique seco. La noche me había sorprendido trayendo consigo un frío áspero e inusual para aquél mes de noviembre y el sonido de las campanas de las boyas, agitándose con la pleamar. Me encontraba absorta en mi libreta de notas, intentando plasmar los pensamientos que la mera visión de aquél escenario, herrumbroso y melancólico, me suscitaba. No había reparado en la presencia de ningún otro ser vivo, más allá de las gaviotas que de vez en cuando pasaban a ras de la superficie marina que, hacía tiempo, se había vuelto oscura, cuando una voz bronca a mi espalda me sobresaltó:

-          “Demasiado frío para estar escribiendo cerca del agua esta noche…”

Me volví instintivamente hacia el origen de la voz y mis ojos se toparon con otros de un intenso color azul, era una mirada limpia, cálida y que desprendía bondad. Su propietario era un anciano de pobladas cejas y barba de un blanco níveo, sostenía entre los labios una pipa de caoba.

-          “Hola” – intenté sonreír consciente de mi incapacidad para hacerlo en aquél momento -.

-     “Vaya… Te he asustado, ¿eh?. Perdona, no lo pretendía, es sólo que no es habitual encontrarse con nadie por aquí cuando los barcos marchan a faenar. Sólo nos quedamos las luces de invierno y yo, esperando su vuelta con el inicio del nuevo día”.

-        “Bueno… me gustan los puertos al anochecer… Aunque haga frío…” – sonreí sin parar de tiritar, asombrándome a mí misma por el tono de excusa empleado, más propio de cualquier niño al que sorprenden en plena travesura -.

-          “Creo que eso lo podemos solucionar… Ven, tengo café dentro”.

Se dirigió a la caseta de madera sacando del bolsillo una llave oxidada con la que abrió la puerta que, al ceder, soltó un quejumbroso lamento de goznes sin engrasar. Lo seguí. No negaré que me impresionó la profunda calidez que irradiaba aquella estancia que, por fuera, no parecía albergar más que trastos y viejos artilugios de pesca. Se trataba de un habitáculo de una dimensión aproximada de dieciséis metros cuadrados. En perfecto orden y calefactado por una moderna estufa de pellet situada al fondo, junto a la que había un catre con las mantas bien estiradas. A la derecha una mesa sobre la que se abría un ordenador portátil y un dispositivo de GPS, había, también, algunas cartas de navegación, muy usadas y repletas de anotaciones, según pude comprobar más tarde. Junto a la entrada, en el lateral izquierdo una diminuta cocina, muy limpia, sobre la que el anciano acaba de poner una cafetera. Y justo enfrente, un cómodo sofá de líneas rectas de un color marrón oscuro. El suelo estaba cubierto por una gruesa alfombra, que se me antojó persa, a pesar de la abullonada superficie, podía notar los tablones de madera crujir bajo mis pies a cada paso. Olía a madera y a tabaco aromático. Fragancias éstas que pronto fueron sofocadas por el penetrante olor del café que impregnó, lentamente, la estancia.

-          “Siéntate donde prefieras, estará listo enseguida” – el anciano extrajo entonces de un armarito dos tazas que colocó ceremoniosamente sobre la encimera, a la espera de que la cafetera terminara de expeler el negro líquido caliente y de otro estante, tomó una lata que contenía galletas de mantequilla-. “Por cierto, disculpa mi mala educación, soy Matusalén” – me tendió una mano callosa y áspera que estreché tras un momento de vacilación. ¿Qué estaba haciendo con aquél desconocido, en el interior de una caseta del puerto, en plena noche de invierno?, el recelo que me suscitó la plena consciencia de ese oscuro pensamiento apenas si perduró unos breves segundos, los que tardó en volver a clavar en mí esa mirada azul intenso con la que parecía sonreír. Un azul profundo, cálido, cristalino. Azul mar.

-       “Encantada, Matusalén” – le devolví la sonrisa sin dejar de pasear la vista por aquella confortable habitación – “¿Entonces vives aquí…?. Parece un sitio cómodo…”.

-          “Bueno, digamos que es aquí donde suelo pasar las noches cuando llegan las luces de invierno, ¿sabes?, la mar es una amante celosa y posesiva. Cuando te embarcas por primera vez, te enamora, te atrapa y te quiere ya para siempre, navegando en ella o… cerca“.

Se rió, sin duda, debió provocar su carcajada mi cara atónita, de nuevo empecé a pensar que había sido una temeridad por mi parte; aquél anciano no debía estar muy bien de la cabeza y yo me encontraba allí con él, sin que nadie más tuviera conocimiento de mi paradero en aquella covacha portuaria. Noté la humedad en las palmas de mis manos y cierto nerviosismo empezó a apoderarse de mí, hormigueándome por la espalda, empezó a recorrérmela, culebreando de abajo hacia arriba e inundándola, a su paso, de un sudor frío que me estremeció. Pensé en alguna excusa que me posibilitara la inminente salida del cobertizo, pero Matusalén ya estaba sirviendo, tranquilamente, el café. Decidí que sería una total desconsideración por mi parte mientras calibraba mis opciones en caso de ser precisa una huída precipitada. Intenté serenarme sin perder de vista la puerta pero fijando mi atención en los diferentes objetos, entre los que tenía un lugar preferente una fotografía, teñida por el paso del tiempo de ese peculiar tono amarillento que van depositando sobre el papel, los años vividos desde entonces. Me aproximé para tener una visión más nítida de la escena que inmortalizaba: eran dos chicos de apenas dieciocho o veinte años, calculé, uno con el pelo muy rubio y peinado hacia atrás, en camiseta blanca, sostenía en su mano una botella que parecía ser de cerveza, el otro, de rasgos orientales, tenía recogido el pelo en una larga trenza oscura que le caía a un lado del hombro, bajo el brazo del amigo que parecía estrecharlo alegremente. Ambos sonreían mostrando una expresión de absoluta felicidad, estaban en la cubierta de un carguero.

-          “Esa foto está tomada en el puerto de Macao, precisamente, acababa de terminar la II Gran Guerra… y él es mi amigo Natsumi” – creo que Matusalén debió leer mi pensamiento en la expresión de mi rostro - “Sí, aunque no lo creas, yo una vez también fui joven - sonrió melancólico - Y de las 24 vueltas completas que le he dado al mundo, él me acompañó en 16. Era el mejor amigo que, sin duda, pude llegar a tener jamás”.

-         “¿Era…?... ¿quieres decir que él…? – no supe cómo terminar de expresar el luctuoso presentimiento que brotó en mi mente, mientras nuevamente, volvía a mirar al chico asiático de la larga trenza, en aquella ajada fotografía. Un chico lleno de vida.

-          “¡Oh, sí!, por desgracia…- atajó el anciano, creí descubrir entonces un leve destello de tristeza velando sus ojos – Natsumi se cayó por la borda de un ballenero cerca de las costas de Japón una noche de tormenta y nadie volvió a saber de él. Fue difícil localizarlo, era ya casi de noche cuando ocurrió el accidente y el agua estaba teñida de rojo por la sangre. Desde entonces hay quien dice haber visto vagar el espíritu de un joven nipón sobre las olas, las noches de luna llena…” – me miró de reojo para estallar, a continuación, en una sonora carcajada que le hizo brotar las lágrimas, se las secó con el dorso de la mano e, intentando articular las palabras que, aún, se atascaban en su risa, me explicó tendiéndome una humeante taza: “Natsumi se enamoró de una chica en Okinawa. Dos años después, se casó con ella y allí fijaron su hogar. Con el tiempo fue el propietario de una de las mayores compañías navieras de Japón. Hoy, ya retirado, es el feliz padre de siete hijos, orgulloso abuelo de catorce nietos y bisabuelo de otros cinco demonios más. A ellos se dedica en cuerpo y alma y bueno… a cultivar bonsáis, que ha sido siempre su gran pasión” – Con una amplia sonrisa, en la que coleteaba el final de sus carcajadas anteriores, sacó del cajón una foto, tamaño cuartilla, en ella se recogía la bucólica estampa de una venerable pareja de ancianos japoneses sentada en el banco de un precioso jardín, rodeados de personas de distintas edades, hombres y mujeres, y por una chiquillería esparcida sobre rodillas, brazos y hombros de los adultos o sentados sobre el césped, los más pequeños hacían graciosas muecas a la cámara. Todos sonreían. Era la viva imagen de una gran familia feliz. El rostro del anciano evocaba al del chico de la larga trenza y pude reconocer, sin dificultad, la misma amplia sonrisa, llena de vida.

Resultó que aquél lobo de mar era todo un bromista. Reí con él, durante un rato, la ocurrencia de la hipotética caída, desde la cubierta del ballenero, de su amigo y escuché, después, las aventuras que la vida de hombre de mar le había deparado a lo largo de sus innumerables viajes, transportándome de su mano, a lugares exóticos y viviendo en primera persona violentas marejadas y temporales en alta mar, o noches de farra en antros de mala muerte, por los puertos de todo el mundo. Episodios que yo recreaba en mi mente como si los estuviera viviendo con él, en aquél mismo instante. Era fácil imaginarse lo que Matusalén contaba, enlazaba los episodios con gran maestría, sus prolijos detalles y la claridad de su memoria, hacían que todo aquello tuviera lugar ante mis ojos de forma nítida y real, haciéndome partícipe de cada una de las situaciones que narraba. Sintiendo la angustia y la incertidumbre por el temporal que no amainaba; el mareo provocado por el estado beodo en una taberna del puerto de Perth aquella última noche antes de volver a embarcarse, paladeando el sabor del ron; la serenidad de un fresco amanecer sobre el agua turquesa de los Mares del Sur. O, incluso, el asombro provocado al ver, por primera vez, aquellos gigantescos totems de la Isla de Pascua. Historias de sus múltiples travesías en compañía de antiguos compañeros de tripulación a los que, incluso,  llegué a poner el rostro que yo reputaba más apropiado en función del nombre: Nils, Pook, Moussa, Sidi...

Todo aquello fui capaz de vivir, intensamente, durante aquella noche.

Y así transcurrió nuestro primer encuentro, recuerdos narrados entre útiles de navegación, ya en desuso pero de gran valor sentimental para su propietario y el intenso sabor del café de Colombia, que perduró hasta las primeras luces del alba, cuando ya regresaban al puerto los primeros pesqueros y yo tuve, muy a mi pesar, que despedirme, tan exhausta como excitada había dejado mi imaginación aquél nuevo amigo.

Aún lucían las farolas, cuando me volví por última vez para saludar con la mano a Matusalén, que, apoyado en el quicio de la puerta, levantaba la suya despidiéndome.

Fueron muchos los inviernos que después volví, hasta aquél último en el que sólo encontré un cobertizo de pesca cerrado. Busqué a mi amigo por todos los rincones de aquél puerto en los que, con anterioridad, a lo largo de mis numerosas visitas, me había topado con él, sin ningún éxito en aquella ocasión. Regresé durante las dos noches siguientes, obteniendo el mismo resultado, hasta que a la tercera, me dí por vencida. Entonces lo supe.

Matusalén se había marchado.

Creo que debió irse, al inicio de aquella primavera, tras las luces de invierno o puede que, simplemente, recibiera la inesperada llamaba de Natsumi desde Okinawa, con quien, deseo fervientemente, se embarcara para dar otra vuelta al mundo, en honor a los pasados tiempos vividos en su juventud.

Aún así, cada año, sigo volviendo a ese mismo puerto, tan pronto como llegan las luces de invierno, sólo por si Matulén hubiera decidido volver. Quedan aún muchos relatos hasta que pueda completar mis “Cuentos de Invierno desde Lisboa” y ha de ser él quien deba, necesariamente, narrarlos.

Una vez, durante uno de nuestros habituales paseos por la dársena, al atardecer, me explicó que el Mar Atlántico es un mar sin memoria, de ahí su característico color gris. Dijo que todos los que navegan por él, durante la travesía, van dejando sus malos recuerdos, pesares y tristezas, caer en la superficie para ver como, a continuación, son engullidos y arrastrados hacia el fondo, donde permanecen eternamente confinados. “En ese mar viven, olvidados, todos los tormentos y desazones de sus navegantes…” – concluyó mientras exhalaba una imaginaria bocanada de humo de su cachimba – “Esa es la razón de su color: gris tristeza. Es un mar sin memoria”, sentenció.

Pero, curiosamente, cada vez que yo ahora miro ese mismo mar, lo veo de un intenso color azul, el azul de los ojos de Matusalén.


(38°430N 9°100O
A la eterna espera de las Luces de Invierno)

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