Creo que ya os he
hablado antes de mi fobia a los pájaros. Este miedo irracional hacia todo tipo
de aves me provoca una profunda repulsión hacia ellas, ocurre desde que tengo
memoria para recordar. Ahora sé que es un mal muy extendido entre la población,
especialmente la adulta, aunque en mi caso concreto desconozco su origen, pues
no sé si pudo deberse a algún episodio de mi infancia relacionado con el mero
contacto del desagradable plumaje o si bien es producto del visionado
clandestino de la película Los Pájaros de Alfred Hitchcock, mi padre tenía una
estupenda colección de las mejores obras de la filmografía de este gran
director que yo solía ver tan pronto como tenía la oportunidad, siempre a
hurtadillas, pues no consideraban apropiado este tipo de películas para alguien
de, por aquél entonces, siete u ocho años. Lo cierto y verdad es que a pesar de mis
reiterados intentos por conseguirlo ya a una edad mayor, al ser ésta la única película que me falta
por ver de Hitchcock, no he sido capaz de hacerlo nunca, pues tan pronto como
da inicio el primer fotograma, me atenaza una angustia horrible que, además, me
genera un sudor frío recorriéndome la espalda, motivando, incluso, que los
oídos comiencen a zumbarme, lo que me aboca, una y otra vez, a apagar el
televisor. Algo muy similar a lo que
experimento cuando tengo, a menos de tres metros de distancia, cualquier ser vertebrado
cubierto de plumas y con pico, de aviesa y fría mirada desprovista de párpados.
Es inevitable, para mí, al menos, lo es.
Aunque, en
cierto modo, he de reconocer que el comportamiento de esta especie tan
repulsiva me recuerda mucho al
humano. En este sentido, comparto íntegramente la opinión de Circe...
Se quitó las gafas y se masajeó, levemente, el puente de
la nariz, llevaba escribiendo toda la tarde y tras releer, por enésima vez, aquellas páginas no
se terminaba de sentir satisfecha. Se sentía bloqueada, nada de lo que escribía
conseguía trasmitir sus sentimientos aquél día. Decidió que había llegado el
momento de tomarse un respiro. Cogió, a su paso hacia la puerta del apartamento,
la ligera chaqueta de lino de la percha de la entrada y cerró tras asegurarse de que llevaba
las llaves en el bolsillo interior, en el que también acomodó su cuaderno de
notas de modo inconsciente y mecánico.
Circe provenía de una familia de artistas. Lo denotaba no
sólo su nombre y su profesión de escritora, sino su forma de conducirse, algo
errática y bohemia a los inquisitivos ojos de los demás, dado que no creía ni se sometía, jamás, a convencionalismos ni cánones sociales. Lo cierto es que
siempre había hecho lo que le había venido en gana, no porque su carácter
estuviera marcado por la rebeldía, que era evidente que también, sino porque
desde que tuvo uso de razón suficiente para decidir, optó por hacer, en cada
momento, lo que creía que debía, sin importarle, nunca, las opiniones ajenas y,
obviamente, esto era algo que no gustaba a todo el mundo. Esta filosofía vital llegó a
granjearle, a lo largo de su vida, tantos amigos como enemigos, pues de ambos tenía por igual. Le resultaba
indiferente, nunca nadie le dijo nada negativo a la cara. Era consciente de que
había quien la criticaba y denostaba, pero, incomprensiblemente para ella,
siempre a sus espaldas, por lo que, considerándolo un execrable acto de cobardía de sus detractores, jamás
entraba en polémicas, no perdía su tiempo con lo que, entendía, no merecía
la pena, cuando además estaba convencida de que ese odio visceral que motivaba la
crítica, tenía su origen cierto en la envidia, la mediocridad y la triste vida
gris de los autores de la murmuración.
Al salir del ascensor, reparó en la nota que había en el
Tablón de Anuncios del edificio, tenía el sello municipal del Ayuntamiento, la
leyó rápidamente, era en relación a esa molesta plaga de estorninos que, como
cada primavera, asolaba las plazas y calles de la ciudad ante el clamor de los impotentes
parroquianos que veían alterado, así, su descanso por el estridente ruido que, además,
traía consigo una abundante suciedad que, no obstante, no se resignaban a
sufrir, rogando a las autoridades una solución al pernicioso efecto de tan molestos visitantes. En aquél
Bando se explicaban, a grandes rasgos, las medidas que se habían articulado
para paliar esa abyecta situación que los vecinos se veían obligados a
soportar. Salió a la calle preguntándose cuál seria el motivo de la desproporcionada,
a su entender, queja generalizada por la conducta de aquellos horribles pájaros,
pues así los consideraba: seres repulsivos, sucios y sin ningún otro atractivo
más allá del atronador martirio que infligían y de la porquería que dejaban a su
paso. No le suscitaban ninguna simpatía, bien era cierto, pero jamás había
reparado en el ruido, puede – pensó – que se hubiera acostumbrado y ya le
resultara imperceptible o puede que, en realidad, no fuera tan terrible, sino parte de la
ruda naturaleza de aquellos seres. Lo cierto es que nunca había
experimentado tal molestia. Sumida en estas cavilaciones dirigió sus pasos,
inconscientemente, hacia aquella pequeña plazoleta donde una algarabía de niños solía jugar bajo la atenta mirada de padres y abuelos, sentados en los bancos ubicados
alrededor de una gran fuente cuyo continuo manar refrescaba el ambiente que
resultaba especialmente caluroso para aquella tarde de primavera. Según se fue
aproximando detectó una inactividad poco usual para aquellas horas vespertinas y, como un
rumor lejano, comenzó a percibir el sonido de los estorninos, curiosamente, por más que se
acercara el ruido no aumentaba, parecía amortiguado, como si la realidad se superpusiera sobre él con calmosa autoridad. Se cruzó con Mateo, su
vecino del segundo, que venía del kiosco con un puñado de revistas bajo el brazo
y cara de fastidio.
-
Buenas tardes…
-
¿¿¿¿¡¡¡Buenas tardes!!!????, ¿cómo pueden serlo cuando los malditos pájaros
no nos dejan ya ni disfrutar del final del día al aire libre…?. Es insoportable
el ruido. No se puede estar ahí – E indicó, contrariado, con un movimiento de
cabeza uno de los solitarios bancos de la plaza -. Me voy… al menos el acristalamiento de
casa es un buen aislante acústico, de momento, contra este suplicio.
Resopló molesto y se marchó.
A Circe no le parecía tan insoportable el sonido que percibía como un eco remoto envuelto por una gruesa capa de algodón. Se sentó en uno de los bancos y, de repente, la
envolvió el silencio más absoluto mientras repasaba mentalmente lo que había
estado escribiendo durante toda esa tarde. No oía a los pájaros, sólo el
arrullo del agua al derramarse sobre la piedra, manando incesante.
Levantó los ojos hacia una farola que acababa de
encenderse y se fijó entonces en ellos. Había tres ejemplares, algo más
distanciados del resto, agrupado de forma gregaria sobre las copas y ramas de
los altos árboles. Clavaban en ella sus ojillos negros y grotescos, inmóviles,
abriendo el siniestro pico pero sin que llegara a ella ningún sonido. Los miró
despectiva, aquél plumaje negro le provocada una aversión irreprimible. El que
se encontraba en el centro, de un tamaño ligeramente mayor a los otros dos y con
cara – o eso le pareció – de bobalicón, era el que abría más aquellos espantosos maxilares, mirando a los
otros de hito en hito y buscando su aprobación, pues parecían instigarlo al lúgubre graznido,
imperceptible para Circe, mediante picotazos en la cabeza que iban alternando
uno y otro de manera metódica. Cuanto más se esforzaba aquel aciago animal en emitir sonido alguno,
más inaudible resultaba para su destinataria que se solazaba en un agradable
silencio, creyendo a ratos, incluso, percibir el alegre canto del ruiseñor. Así,
hasta que las tres desdichadas aves, cansadas de emitir su desgarrador gorjeo
una y de embestir con el pico la cabeza del otro, las dos restantes, sin
encontrar respuesta alguna a su provocación, cayeron exhaustas, hastiadas y
alguna, supuso, más dolorida que las otras, dándose por vencidas y no sin cierto
sentimiento de vergüenza ante el ridículo en el que quedaron, pues Circe lejos
de abandonar el banco, encontraba en la plaza un remanso de paz que estimulaba
su, hasta entonces, adormecida creatividad literaria, levantaron el vuelo hasta que se perdieron de su vista.
Fue entonces cuando ella tuvo el más profundo
convencimiento: los estorninos emiten un ruido ensordecedor y desagradable al
oído humano, pero sólo cuando se les presta atención y siempre que los pájaros se
encuentren en grupo. Cada ejemplar, de forma individual o en compañía de uno o
dos de sus semejantes, carece de la entidad suficiente para ser tenido en
cuenta, ni siquiera, cuando el interés que le mueve sea el de incordiar al
sufrido oyente que, llegado un punto, está tan habituado a sus graznidos que
termina por ignorarlos involuntariamente, encontrando el silencioso vacío a su
alrededor, en una especie de eterno y placentero éxtasis.
Estableció así una analogía entre el conductismo de este
tipo de aves y el de el propio ser humano: ambas especies se encuentran integradas por seres
odiosos que se mueven en grupo, creyéndose poderosos mientras forman parte de
él, pero resultando tan inofensivos y soeces cuando se les contempla de manera
individualizada que a lo único que pueden aspirar es a causar la simple repugnancia.
Sonrió, estiró las piernas que acomodó sobre el banco,
inspiró de forma profunda, sacó su cuaderno de apuntes del bolsillo y comenzó a
escribir:
“Circe y el silencio de los estorninos: Un nuevo ensayo
sobre el previsible comportamiento del imbécil, con independencia de la especie
a la que pertenezca…”
Supongo que todos hemos sido, alguna vez, objeto de odios y envidias, materializados en habladurías, rumores o críticas que provienen de seres sin entidad individual alguna que, únicamente, encuentran el valor para expeler su veneno al abrigo de otros, de semejante catadura moral. Pues bien, mi reflexión de hoy es que cualquier tipo de comentario nocivo sólo puede afectarnos cuando le prestamos atención, puesto que en caso de ignorarlo resulta imperceptible, como el estrepitoso ruido de los estorninos: si dejas de ser consciente del mismo, terminas por no escucharlo. Aquí, como bien aventuraba Circe, es donde se puede encontrar otra nueva similitud: el imbécil, es imbécil con independencia de la especie del Reino Animal que lo cobije.
Que razón y verdad tiene Circe.
ResponderEliminarHasta el proximo. Gracias.
Pues sí, eso creo yo también... Que razón no le falta.
ResponderEliminarGracias por tu comentario.