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martes, 18 de febrero de 2014

Circe y el silencio de los estorninos.



Creo que ya os he hablado antes de mi fobia a los pájaros. Este miedo irracional hacia todo tipo de aves me provoca una profunda repulsión hacia ellas, ocurre desde que tengo memoria para recordar. Ahora sé que es un mal muy extendido entre la población, especialmente la adulta, aunque en mi caso concreto desconozco su origen, pues no sé si pudo deberse a algún episodio de mi infancia relacionado con el mero contacto del desagradable plumaje o si bien es producto del visionado clandestino de la película Los Pájaros de Alfred Hitchcock, mi padre tenía una estupenda colección de las mejores obras de la filmografía de este gran director que yo solía ver tan pronto como tenía la oportunidad, siempre a hurtadillas, pues no consideraban apropiado este tipo de películas para alguien de, por aquél entonces, siete u ocho años. Lo cierto y verdad es que a pesar de mis reiterados intentos por conseguirlo ya a una edad mayor, al ser ésta la única película que me falta por ver de Hitchcock, no he sido capaz de hacerlo nunca, pues tan pronto como da inicio el primer fotograma, me atenaza una angustia horrible que, además, me genera un sudor frío recorriéndome la espalda, motivando, incluso, que los oídos comiencen a zumbarme, lo que me aboca, una y otra vez, a apagar el televisor. Algo muy  similar a lo que experimento cuando tengo, a menos de tres metros de distancia, cualquier ser vertebrado cubierto de plumas y con pico, de aviesa y fría mirada desprovista de párpados. Es inevitable, para mí, al menos, lo es.
Aunque, en cierto modo, he de reconocer que el comportamiento de esta especie tan repulsiva me recuerda mucho al humano. En este sentido, comparto íntegramente la opinión de Circe...

Se quitó las gafas y se masajeó, levemente, el puente de la nariz, llevaba escribiendo toda la tarde y tras releer, por enésima vez, aquellas páginas no se terminaba de sentir satisfecha. Se sentía bloqueada, nada de lo que escribía conseguía trasmitir sus sentimientos aquél día. Decidió que había llegado el momento de tomarse un respiro. Cogió, a su paso hacia la puerta del apartamento, la ligera chaqueta de lino de la percha de la entrada y cerró tras asegurarse de que llevaba las llaves en el bolsillo interior, en el que también acomodó su cuaderno de notas de modo inconsciente y mecánico.

Circe provenía de una familia de artistas. Lo denotaba no sólo su nombre y su profesión de escritora, sino su forma de conducirse, algo errática y bohemia a los inquisitivos ojos de los demás, dado que no creía ni se sometía, jamás, a convencionalismos ni cánones sociales. Lo cierto es que siempre había hecho lo que le había venido en gana, no porque su carácter estuviera marcado por la rebeldía, que era evidente que también, sino porque desde que tuvo uso de razón suficiente para decidir, optó por hacer, en cada momento, lo que creía que debía, sin importarle, nunca, las opiniones ajenas y, obviamente, esto era algo que no gustaba a todo el mundo. Esta filosofía vital llegó a granjearle, a lo largo de su vida, tantos amigos como enemigos, pues de ambos tenía por igual. Le resultaba indiferente, nunca nadie le dijo nada negativo a la cara. Era consciente de que había quien la criticaba y denostaba, pero, incomprensiblemente para ella, siempre a sus espaldas, por lo que, considerándolo un execrable acto de cobardía de sus detractores, jamás entraba en polémicas, no perdía su tiempo con lo que, entendía, no merecía la pena, cuando además estaba convencida de que ese odio visceral que motivaba la crítica, tenía su origen cierto en la envidia, la mediocridad y la triste vida gris de los autores de la murmuración.
Al salir del ascensor, reparó en la nota que había en el Tablón de Anuncios del edificio, tenía el sello municipal del Ayuntamiento, la leyó rápidamente, era en relación a esa molesta plaga de estorninos que, como cada primavera, asolaba las plazas y calles de la ciudad ante el clamor de los impotentes parroquianos que veían alterado, así, su descanso por el estridente ruido que, además, traía consigo una abundante suciedad que, no obstante, no se resignaban a sufrir, rogando a las autoridades una solución al pernicioso efecto de tan molestos visitantes. En aquél Bando se explicaban, a grandes rasgos, las medidas que se habían articulado para paliar esa abyecta situación que los vecinos se veían obligados a soportar. Salió a la calle preguntándose cuál seria el motivo de la desproporcionada, a su entender, queja generalizada por la conducta de aquellos horribles pájaros, pues así los consideraba: seres repulsivos, sucios y sin ningún otro atractivo más allá del atronador martirio que infligían y de la porquería que dejaban a su paso. No le suscitaban ninguna simpatía, bien era cierto, pero jamás había reparado en el ruido, puede – pensó – que se hubiera acostumbrado y ya le resultara imperceptible o puede que, en realidad, no fuera tan terrible, sino parte de la ruda naturaleza de aquellos seres. Lo cierto es que nunca había experimentado tal molestia. Sumida en estas cavilaciones dirigió sus pasos, inconscientemente, hacia aquella pequeña plazoleta donde una algarabía de niños solía jugar bajo la atenta mirada de padres y abuelos, sentados en los bancos ubicados alrededor de una gran fuente cuyo continuo manar refrescaba el ambiente que resultaba especialmente caluroso para aquella tarde de primavera. Según se fue aproximando detectó una inactividad poco usual para aquellas horas vespertinas y, como un rumor lejano, comenzó a percibir el sonido de los estorninos, curiosamente, por más que se acercara el ruido no aumentaba, parecía amortiguado, como si la realidad se superpusiera sobre él con calmosa autoridad. Se cruzó con Mateo, su vecino del segundo, que venía del kiosco con un puñado de revistas bajo el brazo y cara de fastidio.

-          Buenas tardes…

-          ¿¿¿¿¡¡¡Buenas tardes!!!????, ¿cómo pueden serlo cuando los malditos pájaros no nos dejan ya ni disfrutar del final del día al aire libre…?. Es insoportable el ruido. No se puede estar ahí – E indicó, contrariado, con un movimiento de cabeza uno de los solitarios bancos de la plaza -. Me voy… al menos el acristalamiento de casa es un buen aislante acústico, de momento, contra este suplicio.

Resopló molesto y se marchó.

A Circe no le parecía tan insoportable el sonido que percibía como un eco remoto envuelto por una gruesa capa de algodón. Se sentó en uno de los bancos y, de repente, la envolvió el silencio más absoluto mientras repasaba mentalmente lo que había estado escribiendo durante toda esa tarde. No oía a los pájaros, sólo el arrullo del agua al derramarse sobre la piedra, manando incesante.

Levantó los ojos hacia una farola que acababa de encenderse y se fijó entonces en ellos. Había tres ejemplares, algo más distanciados del resto, agrupado de forma gregaria sobre las copas y ramas de los altos árboles. Clavaban en ella sus ojillos negros y grotescos, inmóviles, abriendo el siniestro pico pero sin que llegara a ella ningún sonido. Los miró despectiva, aquél plumaje negro le provocada una aversión irreprimible. El que se encontraba en el centro, de un tamaño ligeramente mayor a los otros dos y con cara – o eso le pareció – de bobalicón, era el que abría más aquellos espantosos maxilares, mirando a los otros de hito en hito y buscando su aprobación, pues parecían instigarlo al lúgubre graznido, imperceptible para Circe, mediante picotazos en la cabeza que iban alternando uno y otro de manera metódica. Cuanto más se esforzaba aquel aciago animal en emitir sonido alguno, más inaudible resultaba para su destinataria que se solazaba en un agradable silencio, creyendo a ratos, incluso, percibir el alegre canto del ruiseñor. Así, hasta que las tres desdichadas aves, cansadas de emitir su desgarrador gorjeo una y de embestir con el pico la cabeza del otro, las dos restantes, sin encontrar respuesta alguna a su provocación, cayeron exhaustas, hastiadas y alguna, supuso, más dolorida que las otras, dándose por vencidas y no sin cierto sentimiento de vergüenza ante el ridículo en el que quedaron, pues Circe lejos de abandonar el banco, encontraba en la plaza un remanso de paz que estimulaba su, hasta entonces, adormecida creatividad literaria, levantaron el vuelo hasta que se perdieron de su vista.

Fue entonces cuando ella tuvo el más profundo convencimiento: los estorninos emiten un ruido ensordecedor y desagradable al oído humano, pero sólo cuando se les presta atención y siempre que los pájaros se encuentren en grupo. Cada ejemplar, de forma individual o en compañía de uno o dos de sus semejantes, carece de la entidad suficiente para ser tenido en cuenta, ni siquiera, cuando el interés que le mueve sea el de incordiar al sufrido oyente que, llegado un punto, está tan habituado a sus graznidos que termina por ignorarlos involuntariamente, encontrando el silencioso vacío a su alrededor, en una especie de eterno y placentero éxtasis.

Estableció así una analogía entre el conductismo de este tipo de aves y el de el propio ser humano: ambas especies se encuentran integradas por seres odiosos que se mueven en grupo, creyéndose poderosos mientras forman parte de él, pero resultando tan inofensivos y soeces cuando se les contempla de manera individualizada que a lo único que pueden aspirar es a causar la simple repugnancia.

Sonrió, estiró las piernas que acomodó sobre el banco, inspiró de forma profunda, sacó su cuaderno de apuntes del bolsillo y comenzó a escribir:

“Circe y el silencio de los estorninos: Un nuevo ensayo sobre el previsible comportamiento del imbécil, con independencia de la especie a la que pertenezca…”

Supongo que todos hemos sido, alguna vez, objeto de odios y envidias, materializados en habladurías, rumores o críticas que provienen de seres sin entidad individual alguna que, únicamente, encuentran el valor para expeler su veneno al abrigo de otros, de semejante catadura moral. Pues bien, mi reflexión de hoy es que cualquier tipo de comentario nocivo sólo puede afectarnos cuando le prestamos atención, puesto que en caso de ignorarlo resulta imperceptible, como el estrepitoso ruido de los estorninos: si dejas de ser consciente del mismo, terminas por no escucharlo. Aquí, como bien aventuraba Circe, es donde se puede encontrar otra nueva similitud: el imbécil, es imbécil con independencia de la especie del Reino Animal que lo cobije.
 

2 comentarios:

  1. Que razón y verdad tiene Circe.
    Hasta el proximo. Gracias.

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  2. Pues sí, eso creo yo también... Que razón no le falta.
    Gracias por tu comentario.

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