Llevo algún
tiempo, sobre todo en mi perfil de Facebook – bendita pérdida de intimidad ésta
de los avances tecnológicos -, hablando de esa tediosa mudanza de Despacho que me he visto obligada a afrontar. Así, he
ido contando los progresos de mi actividad empaquetadora o bien de la "aniquiladora", han sido ambas las principales de cuantas he acometido, pues
siempre se aprovecha para destruir contabilidades antiguas y expedientes
olvidados por el transcurso de más de quince años de ejercicio ya. Lo único
bueno que tiene es que, en ese ímpetu, terminas por deshacerte de innumerables
artículos que, por un motivo o por otro, te habías negado a tirar. Ha sido una
tarea ardua, concienzuda y metódica que he llevado a cabo, con cierta e
inestimable ayuda, no obstante habré de reconocer, durante mi tiempo libre los
fines de semana. En algún rincón de la librería apareció, de un modo inopinado
una vieja caja de metal de la que ya ni me acordaba. Cuando la descubrí, me
senté en el suelo desempolvándola, mientras pensaba que en mi época infantil
hubiera sido catalogada por mi madre como “caja de los tesoritos secretos”. Al
abrirla, un montón de recuerdos afloraron a mi memoria… Abrí, sin duda en aquél
momento, la Caja
de Pandora.
La trituradora de papel lleva trabajando sin cesar más de dos horas,
echo un vistazo a mi alrededor y descubro, diseminadas por la estancia, cinco o
seis cajas de embalar y cuatro bolsas que contienen restos de papel a tiras – expedientes
de mis inicios, cuando aún trabajábamos con el papel, contabilidades de
ejercicios pasados y otros desechos que he aprovechado para cambiar de ubicación, trasladándolos a otra definitiva y seguro que más idónea-. Tengo
entumecidos los brazos y una sensación de infinito hastío. Se me había olvidado
lo que suponía un traslado. Suspiro resignada y me agacho hacia la puerta de la
enorme librería, la abro y comienzo, ceremoniosamente a extraer su contenido:
dos bombillas de repuesto, un cable alargador, lo miro dubitativa pero
finalmente vence mi lado desprendido, lo arrojo a la bolsa y sigo: un álbum
pequeño de fotos y… ¡ah! ni siquiera me acordaba de aquella caja de
lata. La miro absorta, como quien admira una obra de arte, paralizada,
impresionada, temerosa quizás… los recuerdos afloran incluso antes de abrirla, conozco bien lo que se esconde dentro,
contraponiéndose sentimientos encontrados que se habían mantenido en un plácido
sopor durante tantos años.
Me siento en el suelo, alargo el brazo hacia la botella
de agua y bebo un largo trago. Con los labios aún húmedos y un reverencial
mimo, la abro. Su contenido son los vestigios físicos de otros recuerdos, ya
olvidados, que se desdibujan en la nebulosa de pasados años vividos.
En ese instante tomo conciencia de mi dilatada andadura
profesional, sonrío al recordar la imagen de una joven e inexperta Abogado, apenas
veinticuatro años tenía, con la toga doblada sobre el brazo, portando un grueso
expediente, sobre el otro, cuyo peso le provoca calambres, mientras espera su turno
para entrar en aquella sala de vistas, que olía a naftalina y limpiador de
madera, del Juzgado de un pueblo costero. La observo caminar por el largo y estrecho pasillo,
recorriéndolo incesantemente, intentando así aplacar los nervios antes de
enfrentarse con la cara más cruel de la justicia, pues es ésta la que mira
directamente a los ojos de cualquier Abogado novato. Recuerdo, también, lo
que aprendí en mis inicios: conocí la vida real. La verdadera. Que no es sino un imbricado
laberinto en el que las zancadillas, los rencores y las envidias, expanden sus
ramas golpeando al cándido peregrino que inicia su camino, castigándolo a su incauto paso, hasta hacerle caer. Pero
aprendí, también, a levantarme, a hacerlo sin ayuda y a desconfiar de quienes
me tendían la mano, pues ocultaban en la otra, tras su espalda, la daga
envenenada que el zafio pretende hundir en la garganta del desvalido. Suelo referirme
a aquella época, de “pasantía” - que no fue tal, en realidad -, como
el tiempo en el que perdí la inocencia. Pues, si bien es cierto que ningún conocimiento adquirí
que me pudiera ser útil en el ejercicio de mi profesión, sí tomé conciencia de la vileza humana
y de la falsedad que mueve su conducta. Hice entonces mío, a fuerza de golpes,
todo aquello que el Abogado, y por ende la persona cabal, no debe realizar
jamás: prometer lo que no se va a cumplir, traicionar la confianza de quien te
la deposita sin reservas, criticar lo que otro tiene, sólo porque tienes la certeza de que tú nunca lo podrás
tener…
Aprendí, también, que la información es poder y que el poderoso tiene, por lo general, más de una cara, mostrando en cada momento la que mejor
sirve a sus únicos intereses. Que nada se dispensa de modo gratuito y
que, como en el ajedrez, cada movimiento está calibrado y sopesado al milímetro,
cuando lo que está en juego es el afán de medrar desde las cloacas infestas hasta el Olimpo, reservado a quienes por derecho corresponde y que, de forma irremisible, permanecerá siempre vetado a todo intruso, aún cuando éste intente impostarse tras un disfraz, pues el lobo, por más piel de cordero con la que se vista, será siempre lobo para las ovejas, cayendo en el petulante error de que será exitoso su engaño, como el que se arroga una natural elegancia en las maneras que no es sino el más claro índice que evidencia la total ausencia de éstas.
Son algunos, los rostros que recuerdo con verdadera
aversión y otros, los menos, los que sigo manteniendo con cariño en mi retina.
Alguien me habló, años después, durante una de mis escasas
visitas, pues es inevitable eludir los lugares sobre los que no guardas un
agradable recuerdo, de cierto declive más o menos merecido, pues dicha calificación variará en función de la óptica - fílica o fóbica - con la que se mire a la víctima, por la que, si bien es cierto no me
alegré de su mal, tampoco vino a suscitar en mí, conmiseración alguna. Me sorprendió la
indiferencia en la que quedé sumida, pensando, pues no puede ser de otro modo, que "aunque la mona se vista de seda, siempre mona ha de quedarse"... Y recordando indiferente y sin atisbo de sentimiento alguno, aquellos tiempos que ya se dibujaban entonces como un mal sueño...
Hoy, gracias a aquella aciaga vivencia
durante mis inicios, sé que ya no le temo a nada, ni a nadie tampoco. Que la
inocente inexperiencia es una enfermedad, quizá la única, que sólo el tiempo sana. Que
el respeto empieza por el que uno se otorga a sí mismo y que no es posible
alcanzarlo de los demás mediante el uso de una autoridad simulada que alberga, y no tengo la menor duda de ello, un traumático complejo de inferioridad del que jamás
podrá ser quien afirma, consciente de su procedencia, y por más altas
aspiraciones que encierre su henchido ego, es claro que uno jamás deja de ser lo que es, pero que, precisamente, ese resentimiento es el que le empuja, entre los estertores que le producen los delirios de grandeza, a lacerar y zaherir a quienes lo rodean, pavoneándose ante ellos, pues le son subordinados, bien porque sea su empleador o bien porque, aparentemente, desempeñe el cargo - falso - de valedor y/o maestro.
Dejo la caja, no sin cierto reparo, en el lugar en el que
la he encontrado hace tan solo unos minutos y es cuando me embarga el convencimiento
de que Pandora es un ser asexuado y no necesariamente mujer, pero hedonista y
ególatra, sin duda. No sé que pensaría Hefesto cuando, cumpliendo el mandato
divino de Zeus, moldeó con arcilla aquél cuerpo femenino, pero yo he conocido
las mil caras de Pandora, a quien desde la distancia que confiere el transcurso
del tiempo, he acabado perdiendo ya todo miedo, pues respeto jamás pude
dispensarle y, aún así, le agradezco que me enseñara la más valiosa lección
para la vida: ni has de pedir a quien pidió ni, mucho menos aún, servir a quien
sirvió.
Vuelvo a mirar el contenido de la caja metálica que tomo
de su ubicación por última vez y de forma mecánica, como un autómata insensible, la vuelco
con profunda aversión, dejándolo así caer en el interior de la bolsa abierta que reposa sobre el suelo:
cada cosa vuelve, o ha de hacerlo necesariamente, al lugar de donde procede y
estos objetos no han sido jamás otra cosa que simple basura. Son los despojos del
hedonismo de Pandora que, una vez hace muchos años, me mostró su peor cara, si bien con el regalo de una
sabia enseñanza: la maldad siempre tiene el rostro, miserable, de un patán.
A quien
consideraré siempre mi Maestro,
aquél que me
enseñó que, de mi Profesión, lo más digno es la Honestidad
para portar la
sagrada Toga,
esa que no se
aprende ni se hace, sino con la que se nace.
La que no se
compra ni puede disfrazarse con ostentosas aspiraciones que no ocultan la
verdad, ni el origen cierto del que hablaba, ese mi Maestro, quien siempre dijo:
"Quien lechón
nace, marrano muere".
En memoria de Don M.P.
Abogado y Señor, por cuna y valía.