Seguir este Blog

lunes, 24 de febrero de 2014

El hedonismo de Pandora.


Llevo algún tiempo, sobre todo en mi perfil de Facebook – bendita pérdida de intimidad ésta de los avances tecnológicos -, hablando de esa tediosa mudanza de Despacho que me he visto obligada a afrontar. Así, he ido contando los progresos de mi actividad empaquetadora o bien de la "aniquiladora", han sido ambas las principales de cuantas he acometido, pues siempre se aprovecha para destruir contabilidades antiguas y expedientes olvidados por el transcurso de más de quince años de ejercicio ya. Lo único bueno que tiene es que, en ese ímpetu, terminas por deshacerte de innumerables artículos que, por un motivo o por otro, te habías negado a tirar. Ha sido una tarea ardua, concienzuda y metódica que he llevado a cabo, con cierta e inestimable ayuda, no obstante habré de reconocer, durante mi tiempo libre los fines de semana. En algún rincón de la librería apareció, de un modo inopinado una vieja caja de metal de la que ya ni me acordaba. Cuando la descubrí, me senté en el suelo desempolvándola, mientras pensaba que en mi época infantil hubiera sido catalogada por mi madre como “caja de los tesoritos secretos”. Al abrirla, un montón de recuerdos afloraron a mi memoria… Abrí, sin duda en aquél momento, la Caja de Pandora.


La trituradora de papel lleva trabajando sin cesar más de dos horas, echo un vistazo a mi alrededor y descubro, diseminadas por la estancia, cinco o seis cajas de embalar y cuatro bolsas que contienen restos de papel a tiras – expedientes de mis inicios, cuando aún trabajábamos con el papel, contabilidades de ejercicios pasados y otros desechos que he aprovechado para cambiar de ubicación, trasladándolos a otra definitiva y seguro que más idónea-. Tengo entumecidos los brazos y una sensación de infinito hastío. Se me había olvidado lo que suponía un traslado. Suspiro resignada y me agacho hacia la puerta de la enorme librería, la abro y comienzo, ceremoniosamente a extraer su contenido: dos bombillas de repuesto, un cable alargador, lo miro dubitativa pero finalmente vence mi lado desprendido, lo arrojo a la bolsa y sigo: un álbum pequeño de fotos y… ¡ah! ni siquiera me acordaba de aquella caja de lata. La miro absorta, como quien admira una obra de arte, paralizada, impresionada, temerosa quizás… los recuerdos afloran incluso antes de abrirla, conozco bien lo que se esconde dentro, contraponiéndose sentimientos encontrados que se habían mantenido en un plácido sopor durante tantos años.

Me siento en el suelo, alargo el brazo hacia la botella de agua y bebo un largo trago. Con los labios aún húmedos y un reverencial mimo, la abro. Su contenido son los vestigios físicos de otros recuerdos, ya olvidados, que se desdibujan en la nebulosa de pasados años vividos.

En ese instante tomo conciencia de mi dilatada andadura profesional, sonrío al recordar la imagen de una joven e inexperta Abogado, apenas veinticuatro años tenía, con la toga doblada sobre el brazo, portando un grueso expediente, sobre el otro, cuyo peso le provoca calambres, mientras espera su turno para entrar en aquella sala de vistas, que olía a naftalina y limpiador de madera, del Juzgado de un pueblo costero. La observo caminar por el largo y estrecho pasillo, recorriéndolo incesantemente, intentando así aplacar los nervios antes de enfrentarse con la cara más cruel de la justicia, pues es ésta la que mira directamente a los ojos de cualquier Abogado novato. Recuerdo, también, lo que aprendí en mis inicios: conocí la vida real. La verdadera. Que no es sino un imbricado laberinto en el que las zancadillas, los rencores y las envidias, expanden sus ramas golpeando al cándido peregrino que inicia su camino, castigándolo a su incauto paso, hasta hacerle caer. Pero aprendí, también, a levantarme, a hacerlo sin ayuda y a desconfiar de quienes me tendían la mano, pues ocultaban en la otra, tras su espalda, la daga envenenada que el zafio pretende hundir en la garganta del desvalido. Suelo referirme a aquella época, de “pasantía” - que no fue tal, en realidad -, como el tiempo en el que perdí la inocencia. Pues, si bien es cierto que ningún conocimiento adquirí que me pudiera ser útil en el ejercicio de mi profesión, sí tomé conciencia de la vileza humana y de la falsedad que mueve su conducta. Hice entonces mío, a fuerza de golpes, todo aquello que el Abogado, y por ende la persona cabal, no debe realizar jamás: prometer lo que no se va a cumplir, traicionar la confianza de quien te la deposita sin reservas, criticar lo que otro tiene, sólo porque tienes la certeza de que tú nunca lo podrás tener…

Aprendí, también, que la información es poder y que el poderoso tiene, por lo general, más de una cara, mostrando en cada momento la que mejor sirve a sus únicos intereses. Que nada se dispensa de modo gratuito y que, como en el ajedrez, cada movimiento está calibrado y sopesado al milímetro, cuando lo que está en juego es el afán de medrar desde las cloacas infestas hasta el Olimpo, reservado a quienes por derecho corresponde y que, de forma irremisible, permanecerá siempre vetado a todo intruso, aún cuando éste intente impostarse tras un disfraz, pues el lobo, por más piel de cordero con la que se vista, será siempre lobo para las ovejas, cayendo en el petulante error de que será exitoso su engaño, como el que se arroga una natural elegancia en las maneras que no es sino el más claro índice que evidencia la total ausencia de éstas.

Son algunos, los rostros que recuerdo con verdadera aversión y otros, los menos, los que sigo manteniendo con cariño en mi retina.

Alguien me habló, años después, durante una de mis escasas visitas, pues es inevitable eludir los lugares sobre los que no guardas un agradable recuerdo, de cierto declive más o menos merecido, pues dicha calificación variará en función de la óptica - fílica o fóbica - con la que se mire a la víctima, por la que, si bien es cierto no me alegré de su mal, tampoco vino a suscitar en mí, conmiseración alguna. Me sorprendió la indiferencia en la que quedé sumida, pensando, pues no puede ser de otro modo, que "aunque la mona se vista de seda, siempre mona ha de quedarse"... Y recordando indiferente y sin atisbo de sentimiento alguno, aquellos tiempos que ya se dibujaban entonces como un mal sueño...

Hoy, gracias a aquella aciaga vivencia durante mis inicios, sé que ya no le temo a nada, ni a nadie tampoco. Que la inocente inexperiencia es una enfermedad, quizá la única, que sólo el tiempo sana. Que el respeto empieza por el que uno se otorga a sí mismo y que no es posible alcanzarlo de los demás mediante el uso de una autoridad simulada que alberga, y no tengo la menor duda de ello, un traumático complejo de inferioridad del que jamás podrá ser quien afirma, consciente de su procedencia, y por más altas aspiraciones que encierre su henchido ego, es claro que uno jamás deja de ser lo que es, pero que, precisamente, ese resentimiento es el que le empuja, entre los estertores que le producen los delirios de grandeza, a lacerar y zaherir a quienes lo rodean, pavoneándose ante ellos, pues le son subordinados, bien porque sea su empleador o bien porque, aparentemente, desempeñe el cargo - falso - de valedor y/o maestro.

Dejo la caja, no sin cierto reparo, en el lugar en el que la he encontrado hace tan solo unos minutos y es cuando me embarga el convencimiento de que Pandora es un ser asexuado y no necesariamente mujer, pero hedonista y ególatra, sin duda. No sé que pensaría Hefesto cuando, cumpliendo el mandato divino de Zeus, moldeó con arcilla aquél cuerpo femenino, pero yo he conocido las mil caras de Pandora, a quien desde la distancia que confiere el transcurso del tiempo, he acabado perdiendo ya todo miedo, pues respeto jamás pude dispensarle y, aún así, le agradezco que me enseñara la más valiosa lección para la vida: ni has de pedir a quien pidió ni, mucho menos aún, servir a quien sirvió.

Vuelvo a mirar el contenido de la caja metálica que tomo de su ubicación por última vez y de forma mecánica, como un autómata insensible, la vuelco con profunda aversión, dejándolo así caer en el interior de la bolsa abierta que reposa sobre el suelo: cada cosa vuelve, o ha de hacerlo necesariamente, al lugar de donde procede y estos objetos no han sido jamás otra cosa que simple basura. Son los despojos del hedonismo de Pandora que, una vez hace muchos años, me mostró su peor cara, si bien con el regalo de una sabia enseñanza: la maldad siempre tiene el rostro, miserable, de un patán.

A quien consideraré siempre mi Maestro,
aquél que me enseñó que, de mi Profesión, lo más digno es la Honestidad
para portar la sagrada Toga,
esa que no se aprende ni se hace, sino con la que se nace.
La que no se compra ni puede disfrazarse con ostentosas aspiraciones que no ocultan la verdad, ni el origen cierto del que hablaba, ese mi Maestro, quien siempre dijo:
"Quien lechón nace, marrano muere".
En memoria de Don M.P.
Abogado y Señor, por cuna y valía.




martes, 18 de febrero de 2014

Circe y el silencio de los estorninos.



Creo que ya os he hablado antes de mi fobia a los pájaros. Este miedo irracional hacia todo tipo de aves me provoca una profunda repulsión hacia ellas, ocurre desde que tengo memoria para recordar. Ahora sé que es un mal muy extendido entre la población, especialmente la adulta, aunque en mi caso concreto desconozco su origen, pues no sé si pudo deberse a algún episodio de mi infancia relacionado con el mero contacto del desagradable plumaje o si bien es producto del visionado clandestino de la película Los Pájaros de Alfred Hitchcock, mi padre tenía una estupenda colección de las mejores obras de la filmografía de este gran director que yo solía ver tan pronto como tenía la oportunidad, siempre a hurtadillas, pues no consideraban apropiado este tipo de películas para alguien de, por aquél entonces, siete u ocho años. Lo cierto y verdad es que a pesar de mis reiterados intentos por conseguirlo ya a una edad mayor, al ser ésta la única película que me falta por ver de Hitchcock, no he sido capaz de hacerlo nunca, pues tan pronto como da inicio el primer fotograma, me atenaza una angustia horrible que, además, me genera un sudor frío recorriéndome la espalda, motivando, incluso, que los oídos comiencen a zumbarme, lo que me aboca, una y otra vez, a apagar el televisor. Algo muy  similar a lo que experimento cuando tengo, a menos de tres metros de distancia, cualquier ser vertebrado cubierto de plumas y con pico, de aviesa y fría mirada desprovista de párpados. Es inevitable, para mí, al menos, lo es.
Aunque, en cierto modo, he de reconocer que el comportamiento de esta especie tan repulsiva me recuerda mucho al humano. En este sentido, comparto íntegramente la opinión de Circe...

Se quitó las gafas y se masajeó, levemente, el puente de la nariz, llevaba escribiendo toda la tarde y tras releer, por enésima vez, aquellas páginas no se terminaba de sentir satisfecha. Se sentía bloqueada, nada de lo que escribía conseguía trasmitir sus sentimientos aquél día. Decidió que había llegado el momento de tomarse un respiro. Cogió, a su paso hacia la puerta del apartamento, la ligera chaqueta de lino de la percha de la entrada y cerró tras asegurarse de que llevaba las llaves en el bolsillo interior, en el que también acomodó su cuaderno de notas de modo inconsciente y mecánico.

Circe provenía de una familia de artistas. Lo denotaba no sólo su nombre y su profesión de escritora, sino su forma de conducirse, algo errática y bohemia a los inquisitivos ojos de los demás, dado que no creía ni se sometía, jamás, a convencionalismos ni cánones sociales. Lo cierto es que siempre había hecho lo que le había venido en gana, no porque su carácter estuviera marcado por la rebeldía, que era evidente que también, sino porque desde que tuvo uso de razón suficiente para decidir, optó por hacer, en cada momento, lo que creía que debía, sin importarle, nunca, las opiniones ajenas y, obviamente, esto era algo que no gustaba a todo el mundo. Esta filosofía vital llegó a granjearle, a lo largo de su vida, tantos amigos como enemigos, pues de ambos tenía por igual. Le resultaba indiferente, nunca nadie le dijo nada negativo a la cara. Era consciente de que había quien la criticaba y denostaba, pero, incomprensiblemente para ella, siempre a sus espaldas, por lo que, considerándolo un execrable acto de cobardía de sus detractores, jamás entraba en polémicas, no perdía su tiempo con lo que, entendía, no merecía la pena, cuando además estaba convencida de que ese odio visceral que motivaba la crítica, tenía su origen cierto en la envidia, la mediocridad y la triste vida gris de los autores de la murmuración.
Al salir del ascensor, reparó en la nota que había en el Tablón de Anuncios del edificio, tenía el sello municipal del Ayuntamiento, la leyó rápidamente, era en relación a esa molesta plaga de estorninos que, como cada primavera, asolaba las plazas y calles de la ciudad ante el clamor de los impotentes parroquianos que veían alterado, así, su descanso por el estridente ruido que, además, traía consigo una abundante suciedad que, no obstante, no se resignaban a sufrir, rogando a las autoridades una solución al pernicioso efecto de tan molestos visitantes. En aquél Bando se explicaban, a grandes rasgos, las medidas que se habían articulado para paliar esa abyecta situación que los vecinos se veían obligados a soportar. Salió a la calle preguntándose cuál seria el motivo de la desproporcionada, a su entender, queja generalizada por la conducta de aquellos horribles pájaros, pues así los consideraba: seres repulsivos, sucios y sin ningún otro atractivo más allá del atronador martirio que infligían y de la porquería que dejaban a su paso. No le suscitaban ninguna simpatía, bien era cierto, pero jamás había reparado en el ruido, puede – pensó – que se hubiera acostumbrado y ya le resultara imperceptible o puede que, en realidad, no fuera tan terrible, sino parte de la ruda naturaleza de aquellos seres. Lo cierto es que nunca había experimentado tal molestia. Sumida en estas cavilaciones dirigió sus pasos, inconscientemente, hacia aquella pequeña plazoleta donde una algarabía de niños solía jugar bajo la atenta mirada de padres y abuelos, sentados en los bancos ubicados alrededor de una gran fuente cuyo continuo manar refrescaba el ambiente que resultaba especialmente caluroso para aquella tarde de primavera. Según se fue aproximando detectó una inactividad poco usual para aquellas horas vespertinas y, como un rumor lejano, comenzó a percibir el sonido de los estorninos, curiosamente, por más que se acercara el ruido no aumentaba, parecía amortiguado, como si la realidad se superpusiera sobre él con calmosa autoridad. Se cruzó con Mateo, su vecino del segundo, que venía del kiosco con un puñado de revistas bajo el brazo y cara de fastidio.

-          Buenas tardes…

-          ¿¿¿¿¡¡¡Buenas tardes!!!????, ¿cómo pueden serlo cuando los malditos pájaros no nos dejan ya ni disfrutar del final del día al aire libre…?. Es insoportable el ruido. No se puede estar ahí – E indicó, contrariado, con un movimiento de cabeza uno de los solitarios bancos de la plaza -. Me voy… al menos el acristalamiento de casa es un buen aislante acústico, de momento, contra este suplicio.

Resopló molesto y se marchó.

A Circe no le parecía tan insoportable el sonido que percibía como un eco remoto envuelto por una gruesa capa de algodón. Se sentó en uno de los bancos y, de repente, la envolvió el silencio más absoluto mientras repasaba mentalmente lo que había estado escribiendo durante toda esa tarde. No oía a los pájaros, sólo el arrullo del agua al derramarse sobre la piedra, manando incesante.

Levantó los ojos hacia una farola que acababa de encenderse y se fijó entonces en ellos. Había tres ejemplares, algo más distanciados del resto, agrupado de forma gregaria sobre las copas y ramas de los altos árboles. Clavaban en ella sus ojillos negros y grotescos, inmóviles, abriendo el siniestro pico pero sin que llegara a ella ningún sonido. Los miró despectiva, aquél plumaje negro le provocada una aversión irreprimible. El que se encontraba en el centro, de un tamaño ligeramente mayor a los otros dos y con cara – o eso le pareció – de bobalicón, era el que abría más aquellos espantosos maxilares, mirando a los otros de hito en hito y buscando su aprobación, pues parecían instigarlo al lúgubre graznido, imperceptible para Circe, mediante picotazos en la cabeza que iban alternando uno y otro de manera metódica. Cuanto más se esforzaba aquel aciago animal en emitir sonido alguno, más inaudible resultaba para su destinataria que se solazaba en un agradable silencio, creyendo a ratos, incluso, percibir el alegre canto del ruiseñor. Así, hasta que las tres desdichadas aves, cansadas de emitir su desgarrador gorjeo una y de embestir con el pico la cabeza del otro, las dos restantes, sin encontrar respuesta alguna a su provocación, cayeron exhaustas, hastiadas y alguna, supuso, más dolorida que las otras, dándose por vencidas y no sin cierto sentimiento de vergüenza ante el ridículo en el que quedaron, pues Circe lejos de abandonar el banco, encontraba en la plaza un remanso de paz que estimulaba su, hasta entonces, adormecida creatividad literaria, levantaron el vuelo hasta que se perdieron de su vista.

Fue entonces cuando ella tuvo el más profundo convencimiento: los estorninos emiten un ruido ensordecedor y desagradable al oído humano, pero sólo cuando se les presta atención y siempre que los pájaros se encuentren en grupo. Cada ejemplar, de forma individual o en compañía de uno o dos de sus semejantes, carece de la entidad suficiente para ser tenido en cuenta, ni siquiera, cuando el interés que le mueve sea el de incordiar al sufrido oyente que, llegado un punto, está tan habituado a sus graznidos que termina por ignorarlos involuntariamente, encontrando el silencioso vacío a su alrededor, en una especie de eterno y placentero éxtasis.

Estableció así una analogía entre el conductismo de este tipo de aves y el de el propio ser humano: ambas especies se encuentran integradas por seres odiosos que se mueven en grupo, creyéndose poderosos mientras forman parte de él, pero resultando tan inofensivos y soeces cuando se les contempla de manera individualizada que a lo único que pueden aspirar es a causar la simple repugnancia.

Sonrió, estiró las piernas que acomodó sobre el banco, inspiró de forma profunda, sacó su cuaderno de apuntes del bolsillo y comenzó a escribir:

“Circe y el silencio de los estorninos: Un nuevo ensayo sobre el previsible comportamiento del imbécil, con independencia de la especie a la que pertenezca…”

Supongo que todos hemos sido, alguna vez, objeto de odios y envidias, materializados en habladurías, rumores o críticas que provienen de seres sin entidad individual alguna que, únicamente, encuentran el valor para expeler su veneno al abrigo de otros, de semejante catadura moral. Pues bien, mi reflexión de hoy es que cualquier tipo de comentario nocivo sólo puede afectarnos cuando le prestamos atención, puesto que en caso de ignorarlo resulta imperceptible, como el estrepitoso ruido de los estorninos: si dejas de ser consciente del mismo, terminas por no escucharlo. Aquí, como bien aventuraba Circe, es donde se puede encontrar otra nueva similitud: el imbécil, es imbécil con independencia de la especie del Reino Animal que lo cobije.
 

lunes, 10 de febrero de 2014

Las luces de invierno – Cuentos de Invierno desde Lisboa (I).



Siempre he sentido una profunda fascinación por los puertos pesqueros, una especie de magnetismo que me arrastra, irremisiblemente, a visitarlos y que hace que, por decadentes que puedan resultar, siempre acabe descubriendo una rara belleza en ellos que me cautiva. Es lo que me ocurre con el puerto de Lisboa. Allí es donde han surgido algunos de mis relatos, donde han germinado historias que suelo imaginar me llevaban aguardando, en aquél lugar desde siempre, para ser escritas. Me encanta, cuando los días se hacen más cortos, acudir al puerto a la caída de la tarde. Tan pronto como los marineros se embarcan para faenar durante una larga y dura noche y todo parece sumirse en ese letargo que se va expandiendo lentamente, al abrazo de algunas desvencijadas farolas que proyectan su mortecina luz, atravesando, en oblicuos haces amarillentos, la bruma que encuentra acomodo, con tímidos bostezos del tenue aroma a salitre, mientras las gaviotas se afanan en buscar abrigo al que pasar la noche, en los aleros de la Lonja o bajo las barcas en reparación. Es, en ese momento, en el que tiempo parece detenerse, quedando suspendido, en  acompasado cabeceo entre los rítmicos movimientos del mar que se va oscureciendo hasta desaparecer en la noche, cuando relatos jamás contados me rondan, susurrados por las olas, sugiriéndome su captura en mi bloc de notas… Pugnando así por quedar perpetuados fuera de mi pensamiento, produciéndose su nacimiento a una inmortal realidad ficticia, la que yo decido crear.



Hace un viento frío que me traspasa la ropa alojándose en el interior de los huesos y provocándome una extraña tiritera que lejos de disuadirme, termina resultándome acogedora y familiar. Huele a mar, un olor húmedo, metálico e intenso. Algunas gaviotas se adentran en esa inmensa masa plomiza, siguiendo la estela de los pesqueros que ya salen a faenar, se oyen, cada vez más lejanos, los graznidos y sus siluetas van diluyéndose en la distancia hasta llegar a ser pequeños puntos blancos, moviéndose de un modo casi imperceptible a mi vista. Empieza a anochecer y sobre el horizonte se perfila una extensa franja de un azul oscuro, casi morado, sobre la cuál ya luce Venus en todo su esplendor.

Algunos aparejos de pesca, oxidados e inservibles, a la espera de una reparación que, yo me barrunto, jamás tendrá lugar ya, se encuentran abandonados junto a lo que parece ser un viejo cobertizo de artes. La pintura está desconchada y los listones de madera que lo conforman aparecen, en algunos puntos, carcomidos por el efecto de la humedad y el salitre. Una remendada red se encuentra extendida en el suelo, sobre ella hay un taburete. Es el que utilizaba aquél viejo lobo de mar. Era el típico marino, de botas e impermeable amarillos, un grueso jersey de lana azul oscuro y gorra de capitán. Siempre estaba sentado allí, afanado en las redes o, simplemente, con la mirada fija en el mar, aspirando una vieja cachimba de la que nunca ví salir ningún humo. Nadie supo jamás su verdadero nombre, todos lo llamaban Matusalén, desconociéndose, del mismo modo, su origen o nacionalidad, pues hablaba perfectamente varios idiomas sin que le delatara acento alguno que pudiera ubicarlo como súbdito de un país determinado, él era “ciudadano del mundo” – dijo siempre -. No creía en fronteras, ni le vió nunca utilidad alguna a pasaportes ni a visados. Tampoco creía en las diferencias sociales o raciales.


Aquellos recuerdos, que la gélida brisa marina arrastra hoy sobre Matusalén, me hacen fijar la vista en las farolas que se diseminan a lo largo del puerto, son “las luces de invierno” así es como él las llamaba. Luces mortecinas, de un chisporroteante zumbido eléctrico, que pueden distinguirse entre la atmósfera lechosa de las noches invernales en el puerto, generando un escenario fantasmagórico en el que el papel principal era, siempre, representado por Matusalén.

Parece que sea, ésta, la misma noche en  que lo conocí.

Reconozco que era ya tarde para andar curioseando entre los esqueletos de barcas que habían conocido, sin duda, días mejores fuera de aquél dique seco. La noche me había sorprendido trayendo consigo un frío áspero e inusual para aquél mes de noviembre y el sonido de las campanas de las boyas, agitándose con la pleamar. Me encontraba absorta en mi libreta de notas, intentando plasmar los pensamientos que la mera visión de aquél escenario, herrumbroso y melancólico, me suscitaba. No había reparado en la presencia de ningún otro ser vivo, más allá de las gaviotas que de vez en cuando pasaban a ras de la superficie marina que, hacía tiempo, se había vuelto oscura, cuando una voz bronca a mi espalda me sobresaltó:

-          “Demasiado frío para estar escribiendo cerca del agua esta noche…”

Me volví instintivamente hacia el origen de la voz y mis ojos se toparon con otros de un intenso color azul, era una mirada limpia, cálida y que desprendía bondad. Su propietario era un anciano de pobladas cejas y barba de un blanco níveo, sostenía entre los labios una pipa de caoba.

-          “Hola” – intenté sonreír consciente de mi incapacidad para hacerlo en aquél momento -.

-     “Vaya… Te he asustado, ¿eh?. Perdona, no lo pretendía, es sólo que no es habitual encontrarse con nadie por aquí cuando los barcos marchan a faenar. Sólo nos quedamos las luces de invierno y yo, esperando su vuelta con el inicio del nuevo día”.

-        “Bueno… me gustan los puertos al anochecer… Aunque haga frío…” – sonreí sin parar de tiritar, asombrándome a mí misma por el tono de excusa empleado, más propio de cualquier niño al que sorprenden en plena travesura -.

-          “Creo que eso lo podemos solucionar… Ven, tengo café dentro”.

Se dirigió a la caseta de madera sacando del bolsillo una llave oxidada con la que abrió la puerta que, al ceder, soltó un quejumbroso lamento de goznes sin engrasar. Lo seguí. No negaré que me impresionó la profunda calidez que irradiaba aquella estancia que, por fuera, no parecía albergar más que trastos y viejos artilugios de pesca. Se trataba de un habitáculo de una dimensión aproximada de dieciséis metros cuadrados. En perfecto orden y calefactado por una moderna estufa de pellet situada al fondo, junto a la que había un catre con las mantas bien estiradas. A la derecha una mesa sobre la que se abría un ordenador portátil y un dispositivo de GPS, había, también, algunas cartas de navegación, muy usadas y repletas de anotaciones, según pude comprobar más tarde. Junto a la entrada, en el lateral izquierdo una diminuta cocina, muy limpia, sobre la que el anciano acaba de poner una cafetera. Y justo enfrente, un cómodo sofá de líneas rectas de un color marrón oscuro. El suelo estaba cubierto por una gruesa alfombra, que se me antojó persa, a pesar de la abullonada superficie, podía notar los tablones de madera crujir bajo mis pies a cada paso. Olía a madera y a tabaco aromático. Fragancias éstas que pronto fueron sofocadas por el penetrante olor del café que impregnó, lentamente, la estancia.

-          “Siéntate donde prefieras, estará listo enseguida” – el anciano extrajo entonces de un armarito dos tazas que colocó ceremoniosamente sobre la encimera, a la espera de que la cafetera terminara de expeler el negro líquido caliente y de otro estante, tomó una lata que contenía galletas de mantequilla-. “Por cierto, disculpa mi mala educación, soy Matusalén” – me tendió una mano callosa y áspera que estreché tras un momento de vacilación. ¿Qué estaba haciendo con aquél desconocido, en el interior de una caseta del puerto, en plena noche de invierno?, el recelo que me suscitó la plena consciencia de ese oscuro pensamiento apenas si perduró unos breves segundos, los que tardó en volver a clavar en mí esa mirada azul intenso con la que parecía sonreír. Un azul profundo, cálido, cristalino. Azul mar.

-       “Encantada, Matusalén” – le devolví la sonrisa sin dejar de pasear la vista por aquella confortable habitación – “¿Entonces vives aquí…?. Parece un sitio cómodo…”.

-          “Bueno, digamos que es aquí donde suelo pasar las noches cuando llegan las luces de invierno, ¿sabes?, la mar es una amante celosa y posesiva. Cuando te embarcas por primera vez, te enamora, te atrapa y te quiere ya para siempre, navegando en ella o… cerca“.

Se rió, sin duda, debió provocar su carcajada mi cara atónita, de nuevo empecé a pensar que había sido una temeridad por mi parte; aquél anciano no debía estar muy bien de la cabeza y yo me encontraba allí con él, sin que nadie más tuviera conocimiento de mi paradero en aquella covacha portuaria. Noté la humedad en las palmas de mis manos y cierto nerviosismo empezó a apoderarse de mí, hormigueándome por la espalda, empezó a recorrérmela, culebreando de abajo hacia arriba e inundándola, a su paso, de un sudor frío que me estremeció. Pensé en alguna excusa que me posibilitara la inminente salida del cobertizo, pero Matusalén ya estaba sirviendo, tranquilamente, el café. Decidí que sería una total desconsideración por mi parte mientras calibraba mis opciones en caso de ser precisa una huída precipitada. Intenté serenarme sin perder de vista la puerta pero fijando mi atención en los diferentes objetos, entre los que tenía un lugar preferente una fotografía, teñida por el paso del tiempo de ese peculiar tono amarillento que van depositando sobre el papel, los años vividos desde entonces. Me aproximé para tener una visión más nítida de la escena que inmortalizaba: eran dos chicos de apenas dieciocho o veinte años, calculé, uno con el pelo muy rubio y peinado hacia atrás, en camiseta blanca, sostenía en su mano una botella que parecía ser de cerveza, el otro, de rasgos orientales, tenía recogido el pelo en una larga trenza oscura que le caía a un lado del hombro, bajo el brazo del amigo que parecía estrecharlo alegremente. Ambos sonreían mostrando una expresión de absoluta felicidad, estaban en la cubierta de un carguero.

-          “Esa foto está tomada en el puerto de Macao, precisamente, acababa de terminar la II Gran Guerra… y él es mi amigo Natsumi” – creo que Matusalén debió leer mi pensamiento en la expresión de mi rostro - “Sí, aunque no lo creas, yo una vez también fui joven - sonrió melancólico - Y de las 24 vueltas completas que le he dado al mundo, él me acompañó en 16. Era el mejor amigo que, sin duda, pude llegar a tener jamás”.

-         “¿Era…?... ¿quieres decir que él…? – no supe cómo terminar de expresar el luctuoso presentimiento que brotó en mi mente, mientras nuevamente, volvía a mirar al chico asiático de la larga trenza, en aquella ajada fotografía. Un chico lleno de vida.

-          “¡Oh, sí!, por desgracia…- atajó el anciano, creí descubrir entonces un leve destello de tristeza velando sus ojos – Natsumi se cayó por la borda de un ballenero cerca de las costas de Japón una noche de tormenta y nadie volvió a saber de él. Fue difícil localizarlo, era ya casi de noche cuando ocurrió el accidente y el agua estaba teñida de rojo por la sangre. Desde entonces hay quien dice haber visto vagar el espíritu de un joven nipón sobre las olas, las noches de luna llena…” – me miró de reojo para estallar, a continuación, en una sonora carcajada que le hizo brotar las lágrimas, se las secó con el dorso de la mano e, intentando articular las palabras que, aún, se atascaban en su risa, me explicó tendiéndome una humeante taza: “Natsumi se enamoró de una chica en Okinawa. Dos años después, se casó con ella y allí fijaron su hogar. Con el tiempo fue el propietario de una de las mayores compañías navieras de Japón. Hoy, ya retirado, es el feliz padre de siete hijos, orgulloso abuelo de catorce nietos y bisabuelo de otros cinco demonios más. A ellos se dedica en cuerpo y alma y bueno… a cultivar bonsáis, que ha sido siempre su gran pasión” – Con una amplia sonrisa, en la que coleteaba el final de sus carcajadas anteriores, sacó del cajón una foto, tamaño cuartilla, en ella se recogía la bucólica estampa de una venerable pareja de ancianos japoneses sentada en el banco de un precioso jardín, rodeados de personas de distintas edades, hombres y mujeres, y por una chiquillería esparcida sobre rodillas, brazos y hombros de los adultos o sentados sobre el césped, los más pequeños hacían graciosas muecas a la cámara. Todos sonreían. Era la viva imagen de una gran familia feliz. El rostro del anciano evocaba al del chico de la larga trenza y pude reconocer, sin dificultad, la misma amplia sonrisa, llena de vida.

Resultó que aquél lobo de mar era todo un bromista. Reí con él, durante un rato, la ocurrencia de la hipotética caída, desde la cubierta del ballenero, de su amigo y escuché, después, las aventuras que la vida de hombre de mar le había deparado a lo largo de sus innumerables viajes, transportándome de su mano, a lugares exóticos y viviendo en primera persona violentas marejadas y temporales en alta mar, o noches de farra en antros de mala muerte, por los puertos de todo el mundo. Episodios que yo recreaba en mi mente como si los estuviera viviendo con él, en aquél mismo instante. Era fácil imaginarse lo que Matusalén contaba, enlazaba los episodios con gran maestría, sus prolijos detalles y la claridad de su memoria, hacían que todo aquello tuviera lugar ante mis ojos de forma nítida y real, haciéndome partícipe de cada una de las situaciones que narraba. Sintiendo la angustia y la incertidumbre por el temporal que no amainaba; el mareo provocado por el estado beodo en una taberna del puerto de Perth aquella última noche antes de volver a embarcarse, paladeando el sabor del ron; la serenidad de un fresco amanecer sobre el agua turquesa de los Mares del Sur. O, incluso, el asombro provocado al ver, por primera vez, aquellos gigantescos totems de la Isla de Pascua. Historias de sus múltiples travesías en compañía de antiguos compañeros de tripulación a los que, incluso,  llegué a poner el rostro que yo reputaba más apropiado en función del nombre: Nils, Pook, Moussa, Sidi...

Todo aquello fui capaz de vivir, intensamente, durante aquella noche.

Y así transcurrió nuestro primer encuentro, recuerdos narrados entre útiles de navegación, ya en desuso pero de gran valor sentimental para su propietario y el intenso sabor del café de Colombia, que perduró hasta las primeras luces del alba, cuando ya regresaban al puerto los primeros pesqueros y yo tuve, muy a mi pesar, que despedirme, tan exhausta como excitada había dejado mi imaginación aquél nuevo amigo.

Aún lucían las farolas, cuando me volví por última vez para saludar con la mano a Matusalén, que, apoyado en el quicio de la puerta, levantaba la suya despidiéndome.

Fueron muchos los inviernos que después volví, hasta aquél último en el que sólo encontré un cobertizo de pesca cerrado. Busqué a mi amigo por todos los rincones de aquél puerto en los que, con anterioridad, a lo largo de mis numerosas visitas, me había topado con él, sin ningún éxito en aquella ocasión. Regresé durante las dos noches siguientes, obteniendo el mismo resultado, hasta que a la tercera, me dí por vencida. Entonces lo supe.

Matusalén se había marchado.

Creo que debió irse, al inicio de aquella primavera, tras las luces de invierno o puede que, simplemente, recibiera la inesperada llamaba de Natsumi desde Okinawa, con quien, deseo fervientemente, se embarcara para dar otra vuelta al mundo, en honor a los pasados tiempos vividos en su juventud.

Aún así, cada año, sigo volviendo a ese mismo puerto, tan pronto como llegan las luces de invierno, sólo por si Matulén hubiera decidido volver. Quedan aún muchos relatos hasta que pueda completar mis “Cuentos de Invierno desde Lisboa” y ha de ser él quien deba, necesariamente, narrarlos.

Una vez, durante uno de nuestros habituales paseos por la dársena, al atardecer, me explicó que el Mar Atlántico es un mar sin memoria, de ahí su característico color gris. Dijo que todos los que navegan por él, durante la travesía, van dejando sus malos recuerdos, pesares y tristezas, caer en la superficie para ver como, a continuación, son engullidos y arrastrados hacia el fondo, donde permanecen eternamente confinados. “En ese mar viven, olvidados, todos los tormentos y desazones de sus navegantes…” – concluyó mientras exhalaba una imaginaria bocanada de humo de su cachimba – “Esa es la razón de su color: gris tristeza. Es un mar sin memoria”, sentenció.

Pero, curiosamente, cada vez que yo ahora miro ese mismo mar, lo veo de un intenso color azul, el azul de los ojos de Matusalén.


(38°430N 9°100O
A la eterna espera de las Luces de Invierno)