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lunes, 23 de diciembre de 2013

Chocolate caliente, velas doradas y gotas de lluvia sobre el cristal.




Creo que desde hace ya algunos años, hemos perdido el Espíritu de la Navidad. Ese halo, que yo siempre me he imaginado de un fulgente dorado y rojo, que debe envolvernos en estas Fechas como el cálido abrigo de un edredón de pluma de oca bajo el cuál soñar. Soñar y soñar. Soñar con una realidad y un mundo mejor, soñar con valores y conceptos olvidados como paz, amor, prosperidad, solidaridad… Soñar. Simplemente soñar.

Aunque pensaba que había perdido mi fe en el ser humano, mi esperanza en la magia de la limpieza de corazón, me he venido resistiendo a omitir la Navidad. La Navidad, ¿qué es la Navidad?. Para mí la ilusión de contribuir a hacer de este mundo, un espacio vital mejor que legar a esas generaciones futuras. Para mí la Navidad es ver el mundo a través de los ojos de un niño.

Hace frío, un frío de invierno. Desagradable y rugiente. Estoy en casa y he subido la persiana del salón para permitir que entre la tenue luz grisácea del final de este día, nublado y lluvioso, que recibe a la Navidad.
Navidad, ya es Navidad…

Bebo despacio en la taza, de un intenso color rojo y verde sobre los que se dibujan las siluetas de trineos y abetos, chocolate caliente, lo paladeo entornando los ojos, desprende ese cálido aroma dulzón del cacao y la hierbabuena a cuya habitual presencia, desde mi última visita a Marruecos, no renuncio.

Observo la estancia, apacible y confortable, de mi salón. Poblada de velas y otros adornos propios de esta época del año. Me pregunto por qué nos invade cierta nostalgia cuando, de manera mecánica, sacamos el árbol, las cintas, las bolas, las molduras y las estrellas doradas y nos disponemos a colocarlos en un sitio preferente en nuestro hogar… Extraña paradoja ésta.

Me envuelvo bien en la manta escocesa y me recuesto sobre el sofá sin poder apartar los ojos de ese árbol textil de diseño, de un irisado blanco roto, del que, con exquisito primor, cuelgan las bolas de áurea cuerda y arpillera brillante bajo el que ya se van amontonando paquetes envueltos.
Es Navidad. Ya, es Navidad…

Me pregunto qué hace distinta esta tarde de invierno de cualquier otra. No lo sé, aunque me invade una alegría inusual, carente de todo motivo que pudiera justificarla. Miro hacia la ventana, el cristal se encuentra poblado de minúsculas gotas de lluvia que distorsionan ligeramente la imagen, enmarcada, de una calle apenas iluminada pese a ser Navidad. Recuerdo lejanas Navidades cuando la sensación de felicidad más absoluta se contagiaba, la gente solía desearse con amplias sonrisas “Felices Fiestas” a su paso, acelerado, por las calles mientras ultimaban las compras. Se oían villancicos y las luces abigarraban los escaparates y la ciudad. Todo era distinto, muy distinto, a como es hoy.
Entonces era Navidad…

Es cierto que la situación no invita, prudentemente, al optimismo y que todos, en mayor o menor medida, hemos sufrido esta nefasta y generalizada situación que nos aqueja, pero es Navidad – pienso y sonrío – y ésta una muy especial para mí. Mi familia se ha visto incrementada con un nuevo miembro: la pequeña Victoria. Imagino cómo será cuando hayan pasado algunos años y se haya convertido en adolescente, que rasgos físicos la distinguirán y qué carácter tendrá, pienso también en qué voy a contarle sobre la Navidad y decido que, con independencia de todas y cada una de las contrariedades que conforman la vida, debe ser una fecha especial en la que la magia, la alegría, la familia y la solidaridad no deben ausentarse jamás. Al menos a mí, así me lo enseñaron y es lo que, sin duda, estoy obligada a transmitir.

Al mirar las fotografías que reposan sobre el mueble, pienso en ellos, son mis niños: Marta ya con doce años, una personita más que sensata y razonable, prudente y trabajadora… Álvaro, que acaba de cumplir los once, un pillín simpático y gracioso, con un corazón de oro… Laura, mi Laurita que, con ocho años, tiene un carácter rebelde e inconformista y una mente ágil y rápida que la lleva, con frecuencia, a ponernos en situaciones comprometidas ante sus comentarios, preguntas y observaciones, casi siempre acertadas y mordaces. Irene, ¿qué podría decir de Irene?, la Princesita risueña, tranquila, generosa y un poco trasto que abandonó su reinado de cuatro años cuando nació el benjamín: Gonzalo, un bebé de dos, grande y rubio, de enormes ojos y largas pestañas que adora a su prima Victoria, la pequeña gran Victoria, que vive por primera vez estas fechas… Su primera Navidad.

Ellos, mis niños y, como ellos, todos y cada uno de los niños del mundo, se merecen tener un paréntesis anual, días en los que nada ni nadie pueda arrebatarles la inocencia y la desbordante alegría de vivir la magia en un mundo donde los mayores se conviertan, solamente, en mensajeros de los envíos llegados del Lejano Oriente… En portadores de la realización de sus deseos, en artífices de su ilusión.

Son nuestros niños. Es su momento. Es, debe ser, NAVIDAD… Y nuestra obligación, contribuir a hacer de ella lo que una vez fue: una NAVIDAD dorada, con olor a chocolate caliente aderezado con gotas de una lluvia de ilusión y terrones de magia. Escribir así nuestro personal Cuento de Navidad, narrado por elfos en calzones a rayas rojas y verdes, que entran a hurtadillas en nuestros hogares cargados de mazapán y de sueños que se hacen realidad sobre un trineo que surca la noche estrellada tirado por renos. Divisar a lo lejos las figuras de tres camellos que se aproximan con su pesada carga...

Todo es posible. Es Navidad…


“Navidad es honrar ese sentimiento de amor y magia en el corazón
y conservarlo durante el resto del año. Eso es la Navidad”.
(Charles Dickens)




viernes, 20 de diciembre de 2013

La zapatilla raída bajo el visón.



Si hay algo que, en estas entrañables fechas, me encanta, es el hecho de poder compartir con amigos a los que, debido a las obligaciones y compromisos profesionales y/o familiares durante el resto del año, no tienes la suerte de ver con frecuencia y de cuya compañía disfrutar. En estos días, en cambio, no caben excusas ni postergaciones que eludan el inmenso placer de sentarte a compartir mesa, mantel y Gin Tonics de amena tertulia: es Navidad y se celebra como más nos gusta hacerlo a los españoles.

Ayer tuve la gran suerte de compartir esos momentos con dos buenos amigos y, sin embargo, Compañeros, disfrutando de una más que agradable velada, regada con un buen Ribera y una gran dosis de ocurrente ironía y diversión.  El postre fueron las risas y no faltó, tampoco, la perversa broma durante el aperitivo.

Al final, una vez más, tengo que concluir diciendo y con ello parafraseo a mi distinguido Colega que, en todas las facetas de la vida, existe esa “buena yunta”: que no es sino la de “Dios los crea, ellos se juntan”…


Es inevitable que cuando en una reunión, coinciden – ya sea voluntaria, como fue el caso, ya sea involuntariamente – dos o más colegas, se termine hablando de lo que debería estar prohibido – e, incluso, penado con prisión – como es hablar, durante los momentos de asueto y divertimento, de TRABAJO. Ello conlleva, necesariamente, compartir e intercambiar observaciones, anécdotas e impresiones, no sólo ya de tu profesión, sino de otras personas que a lo mismo se dedican o, eso dicen o pretenden y con las que has tenido una mala experiencia.

Nos encontrábamos, plácidamente, degustando en buena compañía las viandas propias de cualquier mediodía cuando,  sin pretenderlo, la conversación derivó hacia lo que vengo denominando “comportamientos bipolares”, por no llamarlos de un modo que pudiera resultar menos encomiástico, que, en el ejercicio de ésta mi profesión, abundan, desconozco, no obstante, si en mayor grado que en cualquier otra, pero como es con la que me encuentro más familiarizada, me lo parece a mí, de ahí la rotundidad de la afirmación. Finalmente, convinimos en que es algo que por naturaleza, y sin necesidad por ello de mayor demostración empírica, los semejantes suelen agruparse de manera gregaria entre sí, estableciéndose los distingos y clasificaciones derivadas de los rasgos homólogos que presentan, tendiendo a identificarse de forma mimética o por natural tendencia, pero obteniendo siempre, en uno y otro caso, idéntico resultado. Algo así como “las peras, con las peras… y las manzanas, con las manzanas, sin que quepa la unión entre una pera con una manzana” (como en su día Ana Botella – “a relaxing cup of café con leche in the Plaza Mayor”- dixit), de modo que, existe la inclinación a relacionarnos con quienes nos sentimos identificados, normal e invariablemente, en cuanto a antecedentes educacionales, y esto, a la vista está, es inevitable, no encontrando comodidad fuera de lo que consideramos nuestro “normal proceder” o “habitat”, ni persiguiendo tampoco, en modo alguno, nuestra integración en una comunidad con la que no sentimos afinidad o similitud.

Parece que el hecho de dedicarse al mundo jurídico, ya sea en calidad de Abogado en ejercicio o en la de Procurador de los Tribunales, otorga un “status” superior, desconozco, no obstante, la identidad del imbécil que así lo instauró pues nada más lejos de la realidad. Tras la narración de algunos episodios, no exentos de maliciosos comentarios, tengo que admitir, por mi parte, los presentes en tan apacible reunión acordamos que es fácil identificar al impostor, mi sabio y prudente Compañero hablaba de “rascar apenas en la superficie – del maquillaje -, para toparse con la verdadera piel” y por mucha toga, mucha sabiduría que, generosamente, se le presuma al sujeto en cuestión, no deja de ser lo que es, no puede, así, dejar de serlo. Situación ésta, que se ve preocupantemente agravada cuando, además, al ínclito le adornan aderezos tales como la soberbia, la petulancia o el engreimiento, vana y absurdamente sustentados en marcas de lujo – casi siempre imitadas – o refinados gustos o aficiones que, en realidad, no son tales y a la vista queda la exigüidad de los mismos cuando “rascas en la superficie” y descubres la mentecatez que se esconde debajo, al tener un hosco y somero conocimiento sobre los pretendidos entretenimientos e inclinaciones que se postulan como reales, nociones más que limitadas a lo que “buenamente se ha escuchado” en alguna ocasión, causando entonces profunda admiración en quien intenta luego hacerlos suyos para repetirlos, casi siempre, fuera de lugar y adoleciendo, en su discurso, de garrafales imprecisiones, con la pretensión de obnubilar al oyente y convertirse así en objeto de tan ansiada veneración, cuando el efecto, en la mayoría de las ocasiones, es el opuesto: caer en el más estruendoso de todos los ridículos. Se me ocurren múltiples ejemplos que no enumeraré, sin embargo, para no herir sensibilidades, pues me consta que, muy a su pesar y aunque no lo reconozca, hay quien me lee con cierta avidez, pese a erigirse en paladín de mis más férreos detractores y a quien, nuevamente, agradezco su visceral odio y rencor por constituir, como ya he dicho en alguna ocasión, fuente inagotable de mi inspiración y, su persona, el mejor exponente de lo que hoy describo en mi Reflexión.

Para mi buen amigo, a quien felicito por su perspicacia en el análisis del comportamiento humano, es “rascar en la superficie” para mí, simplemente, “ver como asoma la zapatilla raída, por debajo del visón” y quien la lleva, la entiende ¿o no?.




“Más vale tener la boca cerrada y parecer idiota
que abrirla y despejar toda duda”.
(Mark Twain)

miércoles, 18 de diciembre de 2013

El comentario ignorado. Yo, caracol.






A veces, quizás con más frecuencia de la deseable, suelo omitir toda respuesta a determinados comentarios o comportamientos que, concediendo a quien los realiza, el beneficio de la duda de gozar de una mente que pudiéramos calificar, en términos generales, como “sana”, generosamente habrán de considerarse “desafortunados” o simples dislates con origen, cierto y probable, en un “encabronamiento” o, bien, en el efecto postergado de algún efluvio etílico, razón por la cuál no les dedico ni un solo minuto de mi tiempo. No creo, sinceramente, que lo merezcan cuando además, no voy a negarlo, me da una terrible pereza, que es, quizás, el más contundente de todos los motivos que me impiden abandonar ese placentero estado de “inactividad” ante los mismos, más allá del evidente sonrojo por la vergüenza ajena que me producen o la carcajada, irreprimible, ante tan pedestre comportamiento.

Esto ha implicado, en multitud de ocasiones, cariñosos reproches relativos a por qué no responder y evitar la impresión de “que no me defiendo”, reproches que han obtenido, siempre, una recurrente respuesta: “No merece la pena. Paso”. Y es la verdad más absoluta: Paso. No me produce ningún interés.

Pero hoy, a colación de una conversación, tan interesante como enriquecedora en demasía al recordar un episodio pasado, he estado reflexionando sobre los mismos. Al final, he decidido llamarlos “enfermos descalabros” o “irrisorios dislates de una mente desordenada” que, no obstante y  en modo alguno, van a propiciar que varíe mi reacción frente a ellos, insisto en esta profunda pereza y en cómo la misma se va acuciando con el inevitable transcurso de los años… Y, en el fondo, me encanta por lo que tampoco me esfuerzo por salir de ella.


Cuando alguien publica sus pensamientos, legitima, sin el menor género de duda, a sus lectores a realizar las consideraciones y valoraciones que los mismos les susciten, con total derecho a ello puesto que se les hace expresamente partícipes al no excluir a nadie de su lectura, si bien sería lícito exigir, como única limitación, a sus expresiones: el respeto hacia quien, en el uso de su libertad, decide compartir sus ideas.

No obstante de justicia es, también, reconocer que la zafiedad de algunos les impide dispensar el respeto debido, encontrando en los estólidos fundamentos del insulto o la difamación, el consuelo a su insignificancia y frustración, hecho cierto y sobradamente probado sobre el que huelga realizar cualquier otra conjetura, pues sería tanto como conferirle una importancia de la que, es claro, adolecen, por calificarse a sí mismos a través de sus propias palabras de la manera más fiel y exacta posible. La Humanidad ha sido, es y seguirá siendo así: soez por propia naturaleza.

De este modo, ante determinadas afirmaciones insidiosas, cabría lícitamente responder – por más que en ocasiones mi indiferencia o hastío me aboque a su ignorancia – en similares términos, si bien, serían, los empleados, bastante más refinados y elegantes en la forma, que no digo yo que también en cuanto al fondo, pues supondría descender al nivel de la inmundicia que los provoca. A veces y no lo niego, no podría hacerlo pues sería tanto como negar la evidencia, me ha provocado la más estrepitosa carcajada el hecho de intentar comprender qué mueve a alguien a escupir semejantes idioteces, y sin duda, lo que más me sorprendió fue no detectar, curiosamente, falta de ortografía alguna en esa retahíla de dislates, simples y  burdos, no sólo por faltos de chispa sino de cabida en lo que es el raciocinio más elemental. Divirtiéndome – y lo admito – a costa de la reacción provocada en otras personas que, sin ninguna mesura pero con gran ingenio y justo es reconocerlo, respondieron al temerario(-a) bufón que, escondiéndose tras el pretendido "anonimato", recibió así el escarnio en su íntimo pundonor que no en su rostro cobarde, al haberse encargado de intentar cubrirlo para la generalidad, aunque no para mí, lo que hizo aún más ridícula su postura y por ende, más solazada mi visión de indolente pero, siempre, alborozada espectadora.

Me sorprende constatar cómo después de tanto tiempo se siguen interesando, de modo avieso y malsano e, incluso, envidioso por las vidas que discurren plácidamente, ajenas a esa existencia mediocre, necia, vacía, chabacana e impostada, por infeliz y frustrada… Cómo, tras múltiples intentos, tan fallidos como grotescos, se empecinan en seguir, no ya formando parte de una realidad en la que no tienen cabida, sino en llamar la atención de alguien, quien, insisto, llevada por el hastío o la indiferencia más profunda, no les puede dispensar, siquiera ya, ni el respeto que debieran merecer para darles una respuesta ni, mucho menos aún, interés alguno por cuanto guarde la más ínfima relación con sus invisibles y espasmódicas existencias bipolares.

“Pues sí, la verdad es que me gustaría ser caracol…” he pensado mientras miraba el lento recorrido seguido, macetero arriba, por aquél pequeño ser: “molusco gasterópodo provisto de concha espiral, invertebrado, que se mueve con gran lentitud, alternando contracciones y elongaciones de su cuerpo y produciendo un mucus que facilita su desplazamiento” – escudriñé en mi memoria aquellas lejanas lecciones de Ciencias Naturales -.

A nadie le extraña la pasiva indiferencia de los caracoles hacia el resto de los mortales. Pues va implícito en su propia esencia, por más que esto pueda resultar incomprensible o, incluso, tedioso. Discurriendo su vida, sosegada y felizmente, al margen de la de los demás, y omitiendo legítima y displicentemente, toda respuesta a las reacciones exógenas a su propia concha. Siendo, generalmente, la suya, una presencia ignota que no produce reacción a su alrededor, como justa y valiosa contraprestación a su, ya de por sí, colmada existencia.

Así, he de concluir diciendo que admiro a los caracoles, a su infinita e inadvertida sabiduría y, cada día más, me mimetizo con su proceder.
Yo, caracol.


“La hipocresía (estimada y conocida “anónima”) es el colmo
de todas las  maldades”.
Molière.