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lunes, 17 de junio de 2013

The World of… (the Greatest, the One and Only) REBECA: “ABBA sin mí no sería nada. Lo sé, de nada”.





Toledo es, objetivamente, una de las ciudades más bonitas de España. Subjetivamente: la más bonita. Allí, hasta las piedras tienen una historia que rezuma al paso del absorto visitante, imbuyéndole del hechizo mágico que otorga su presencia en un escenario de transcendental importancia en nuestra cultura. Ya sabéis, lo he dicho en varias ocasiones, que soy una enamorada de la “Ciudad de las Tres Culturas”, este fin de semana he estado allí y paseando por las callejuelas de su judería, descubrí que en el Palacio de Congresos “El Greco” iba a tener lugar – lo que se anunciaba como – la ÚNICA FUNCIÓN de “THE WORLD OF ABBA”, la visión del cartel que se presentaba ante mí, me sugirió inmediatamente que sería la mejor forma de iniciar la noche del sábado, al ser este grupo uno de mis favoritos en el elenco de clásicos indispensables que integran mis “incunables”. Me embargó desde ese momento una gran excitación que me hizo acudir a retirar las entradas casi una hora antes en taquilla, previamente las habíamos comprado por Internet, pudiendo incluso elegir butacas “preferentes”. Mi  grado de expectación iba en aumento, no sólo por poder disfrutar de un musical, sino porque, precisamente, estaba dedicado a uno de mis grupos fetiche a los que me aficioné en mi infancia, escuchando los vinilos de mis padres. En ese estado de euforia contenida me acomodé en mi butaca a la espera – ansiosa – de que diera inicio el espectáculo… No sabía yo entonces lo que me aguardaba tras el telón… Esta es mi personal crónica del espectáculo:



Siete y media de una calurosa tarde en Toledo. Palacio de Congresos “El Greco”. Un empresario mayor, de “los de toda la vida”, de esos que se apoltronan, lata de refresco en mano y empapado de un sudor, que se me antoja tan pegajoso como pestilente, en la taquilla, sometiendo a inquisitiva vigilancia cualquier movimiento de mano de sus empleados, cuando sus extremidades recorren el trayecto que va de las localidades a la caja y de la caja a las localidades. Enredando y entorpeciendo, más que facilitando, la labor a las solícitas azafatas que te entregaban el ticket con impecable sonrisa, el hombre había generado, como consecuencia de su evidente ineptitud y estado de nerviosismo, una larga cola que empezaba a sufrir los primeros síntomas de aguda exasperación. Aguardaba yo, impaciente, mi turno, la señora que me precedía, había entrado en agria disputa con el Sr. Empresario que se empecinaba en que las “localidades eran las que eran” y “que la suya – adquirida por Internet – al parecer no se la habían enviado, que le daba otra o que le devolvía el dinero”, le insistía… Perdió la paciencia el patán y soltó un par de exabruptos a los que la señora, con una irritada educación, contestó, no exenta de toda la razón, que “por favor, no le hablara en esos términos y que no quería que le devolvieran el dinero, sino las dos localidades por las que ya había pagado”. Aquél usurero impertinente, con severos problemas de calvicie, sobrepeso, sudoración y halitosis, ajeno al mundo cibernético y un poquito limitado intelectualmente, no se había percatado de que “aquellas” que sostenía en las manos eran las entradas no vendidas y que las adquiridas a través de la plataforma internauta se encontraban debidamente grapadas al comprobante del pago por tarjeta y número de localizador primorosamente ordenadas a un lado de la mesa. No iba a permitir yo que este episodio me arruinara el buen rato que me disponía a pasar, disfrutando de la banda sonora de mi infancia, así que conté hasta diez mentalmente, respiré hondo, me armé de paciencia e, ignorando al sudoroso zoquete, le pedí a la atenta señorita – cuando me llegó el turno y no antes – que fuera tan amable de comprobar si las entradas que iba a retirar se encontraban en el taco de las grapadas. Así fue: allí estaban.

Con idéntica ansiedad a la experimentada al despertar cada mañana del Día de Reyes, entramos en el recinto y nos sentamos en nuestras butacas, apenas unos minutos después se descorrió el telón y cuatro músicos de una innegable calidad profesional dieron inicio a un breve recorrido musical, en acústico, por los temas más conocidos del grupo sueco, para el deleite de los espectadores que comenzamos a tararear y a mover acompasadamente las piernas siguiendo el ritmo. Arropando la música en directo, un amplio despliegue de efectos visuales inundó el recinto: diseños multicolor creados ad hoc entre los que se intercalan proyecciones originales de diferentes temas y épocas de los que componen la amplia trayectoria musical del grupo ABBA y que dieron paso a la magistral interpretación de Lorena Jamco, una voz potente, glamourosa y elegante, toda una dama de la canción, hube de reconocer entonces y ratificar ahora, que dio inicio con el célebre y melódico I had a dream, para dejar paso a continuación, inopinadamente, a una histriónica Rebeca “duro-de-pelar” que salió a escena tocada por el dedo divino, sobreactuando e intentando eclipsar al resto de los intérpretes – casi todos de mayor calidad vocal que ella misma, no cabe la menor duda -, con continuos cambios de vestuario, a cuál más hortera pero en total consonancia con la ordinaria percha. Ese insolente descaro, esa simpatía fingida, ese “canto Waterloo mejor que la tal Agnetha Fältskog esa… ABBA me debe, sin duda, todo el éxito de lo que fue. Lo sé, de nada” era el mensaje que destilaba por cada uno de sus poros. En fin que la ordinariez, al igual que la imbecilidad humana, según mi más que ya demostrada teoría, no conoce límites. Una Rebeca “duro-de-pelar” pavoneándose sobre el escenario cuán palomo buchón, encantada de haberse conocido, que de eso a mí no me cabe duda, con un afán de protagonismo desmesurado y vocación, clara, de hedonista egolatría, creía deleitar, con su mera presencia, al agradecido por ello, auditorio cuando cualquiera de los otros tres vocalistas, la ya citada Lorena Jamco o los dos intérpretes masculinos que asumían los papeles de Benny Andersson y Björn Ulvaeus eran cualitativamente superiores, tanto en técnica como en voz.

Reconozco, no obstante, que el espectáculo, aún sin grandes pretensiones, es todo un regalo para nostálgicos, una excelente ejecución musical y un digno elenco de bailarines que destacan a pesar de los denodados intentos de la protagonista por deslucir el trabajo del resto de intérpretes… Eso sí, más que un merecido homenaje al desaparecido grupo escandinavo podría ser un Canto a la más grosera ordinariez, personificada en esta “pseudofamosilla caza-toreros frustrada” que, como Ulises, vive su particular Odisea en pos de una fama que ni merece ni detentará jamás. La verdadera grandeza se esconde tras la humildad. La falta de talento se enmascara tras la vacua egolatría.

“…You are the Dancing Queen, young and sweet,
 only seventeen…
Dancing Queen feel the beat from the tambourine .
You can dance,
You can jive, having the time of your life
See that girl, watch that scene, diggin' the Dancing Queen…”

(De la canción “Dancing Queen” – ABBA, escrita por Benny Andersson, sin duda, pensando en Rebeca “duro-de-pelar” que es quien los capultaría a la fama, no lo olvidemos lectores, gracias a ella todos conocemos hoy a aquél grupo sueco de los 70-80).

miércoles, 5 de junio de 2013

Mordekai, el Judío de Toledo.





El día se extingue. Con él languidece también la última luz de un sol que poco a poco se va ocultando, dejando al Tajo huérfano de su luminosidad plateada que serpentea bordeando la ciudad en sinuosos meandros. La atmósfera dentro de la Sinagoga del Tránsito es diáfana, atemporal. Rezuma una quietud y un silencio que se me antoja blanco y almidonado.

Mis pasos resuenan sobre la bruñida solería, su eco se pierde entre la geometría insuperable que confiere al interior una sensación de limpia claridad. Me adentro en la zona de culto, tras de mí Patricia me sigue en un reverencial silencio, absorta en la contemplación de cuanto nos rodea.

Imponente, aguardando el paso de los siglos que restan por venir, el paramento vertical se alza bajo la yesería mudéjar que lo reviste, con una suntuosidad decorativa que contrasta con la austeridad del exterior. Tapizándose finamente – bajo el artesonado de madera pintada con ricas incrustraciones de marfil - se labra una amplia temática heráldica que tiene como tema predominante la epigrafía. Lo observo, a los débiles destellos de un sol decadente que le otorga una majestuosidad soberbia. Me detengo, pausadamente y con profundo deleite, en la visión de las representaciones que, siguiendo los preceptos aniconistas de la Ley Mosaica, omiten cualquier representación de todo ser humano o animal. Me pregunto, entonces, qué alabanzas a Yavhé y salmos davídicos encierra el encaje abigarrado que se presenta ante mí.

Supongo que la experta mano de Samuel Leví ejecutó proverbialmente ese “horror vacui” hebreo, sin duda, influencia directa del ataurique musulmán. Le señalo a Patricia las hojas de parra propias de ese estilo y de nuevo me pierdo en la fachada sur, alzo la vista y con un gesto le indico que aquél, precisamente aquél, era el sitio destinado a la mujer durante la celebración del culto. Escrupulosamente separado por una amplia celosía de las indiscretas miradas de los hombres que pudieran, con ello, distraerse de la liturgia. Imagino ahora como el Rabino daba inicio a  la solemne lectura de la Torá desde una pequeña elevación a la derecha.

Me alejo hacia el lugar más oscuro de la estancia: un rincón dirección este y es, sólo cuando me encuentro a un par de pasos, cuando reparo en su presencia. Un anciano, envuelto en su talit para la oración y tocado por un kipá, entorna los ojos con la mirada perdida en algún punto del infinito. Sobre su brazo izquierdo luce las filacterias. Está tan ensimismado en la oración, que no ha advertido, aún, mi compañía. Me siento sobre el suelo y lo miro hacer. Apenas si cambia de posición, parece suspendido en algún recóndito lugar de los laberintos de su memoria, repasa – aventuro - la Ley Sagrada, con un casi imperceptible movimiento de labios. Me mira de reojo inopinadamente y sonríe:

-          “¡Shalom!” – me saluda.
-          “Shalom” – le contesto tímidamente -.

Es en ese momento cuando me tiende un cilindro de piel marrón oscuro, creo que es el Pentateuco, donde se guardan las Escrituras Sagradas. No me atrevo, casi, a tocarlo por temor a estropearlo, pero él me sonríe de nuevo, su mirada es de color miel, un color miel profundo, irisado de destellos dorados enmarcados por una infinidad de arrugas y surcos que dan fe de los muchos años que ya ha recorrido.

-          “Lo siento… No sé leer hebreo” – me disculpo en un susurro  para no alterar el silencio que reina a nuestro alrededor -.
-          “Solo reza, no te hace falta leer hebreo. Descubre a Yavhé”.

El anciano vuelve a sumirse entonces en un plácido estado de recogimiento sin dejar de sonreír. Intento imitarlo. No sé si estoy rezando, no sé si hablo con Yavhé, sólo empiezo a percibir una tranquilidad interior que motiva que, en mi imaginación, empiecen a tomar forma algunos conceptos: Toledo, tres culturas, calles empedradas, Mezquita, Zoco, Yeshiva…

Abro los ojos y descubro una ciudad muy distinta a aquella que he atravesado hasta llegar a la Sinagoga. Es como haber retrocedido en el tiempo. Camino bajo un cegador sol de justicia ahora, me acompaña un anciano – el mismo que me ha aconsejado momentos antes que descubriera a Yavhé -, me ha dicho que se llama Mordekai y es rabino en la Sinagoga. Me adentro, en su compañía, en un caos de callejones estrechos conformados por casas encaladas primorosamente, sobre los dinteles, esculpidas en la piedra, una infinidad de Estrellas de David parecen darme la bienvenida. Nos detenemos junto a una pequeña puerta de madera, un rectángulo oscuro que rompe la inmaculada blancura de la fachada. Mordekai introduce una llave de grandes dimensiones que lleva colgada al cuello con una cadena, en la herrumbrosa cerradura que cede sin esfuerzo para dejar paso a un amplio patio sobre el que se distribuyen el resto de las estancias, la puerta de acceso a cada una de ellas permanece abierta. Me apoyo sobre la pequeña fuente que hay en el centro. La sensación de frescor es inmediata, el incesante sonido del agua acompasa mi pulso hasta relajarlo mientras me invade una infinita sensación de sosiego. Cierro los ojos y me dejo vencer por el sueño, mientras oigo al Judío hablar en una lengua que no puedo comprender… O quizá sí.

-          “¡Increíble! – me sobresalta Patricia sacándome de mi estado de semiinconsciencia  - ¿has sido capaz de quedarte dormida sentada en el suelo?... Pensé que estabas en la parte de arriba, me ha avisado un vigilante de que iban a cerrar y he subido a buscarte… Venga levanta – me da la mano para incorporarme -, van a cerrar ya”.

Al salir, nos dirigimos hacia el centro de la ciudad, hacia la Plaza de Zocodover. En una de las empinadas calles me cruzo con un anciano que me sonríe al pasar, tiene los ojos de un profundo color miel irisado de reflejos dorados, a su paso me ha parecido percibir, en un casi inapreciable susurro, un breve saludo. Me vuelvo:

-          “Shalom Mordecai…” - le contesto en el mismo tono inaudible –
-          “Desde luego que estás de un rarito¿Qué has dicho?, ¿quién era ese señor?” – me inquiere Patricia a punto de perder ya la paciencia.

-          “Erm… no sé, lo he debido confundir con alguien, venga vamos… Te invito a unas cañas…” - Le dirijo una última mirada al silencioso anciano que camina lentamente calle abajo, sobre su coronilla se perfila un kipá  y tengo la absoluta seguridad de que su nombre es Mordekai.



A Toledo, la ciudad que me cautivó.