En estos tiempos convulsos en
los que, durante tres meses, no han sido capaces de ponerse de acuerdo, nuestros
representantes, para formar un Gobierno estable, cumpliendo así el democrático mandato
conferido por sus votantes. En estos tiempos revueltos en los que asistimos impertérritos
a la animalización del ser humano: unos, muyahidines enviados de Allah, destruyendo tesoros arqueológicos
a cuenta de una Guerra Santa, otros, bañando a sus hijos en charcos de un barro
frío mientras, en su desesperada huida hacia ninguna parte, se hacinan
suplicando se les dispense la dignidad que es claro, Europa se niega a
otorgarles.
Me pregunto quien divide
Oriente y Occidente trazando esa imaginaria línea cultural, que considera a
quienes nacieron en el primero, unos ‘bárbaros’
y confiriendo a quienes tuvimos la suerte, accidental, de nacer en la “cuna de la civilización”, una
superioridad que, a la vista está, no detentamos: ¿Quién permanece impasible
ante la miseria de miles de seres asustados, ateridos de frío y flagelados por
el hambre y el horror?, sin duda, aquí, en el ilustrado Occidente, no faltaría
el filántropo de turno que respondiera sin dudar: “Sólo un bárbaro”…
Bárbaros. Es, en lo que
indefectiblemente, nos hemos convertido: unos bárbaros. ¿Qué nos diferencia, a
los “civilizados” moradores de la
Europa del siglo XXI de aquellos otros que no pertenecían al Imperio Romano?, pueblos
que, lejos de la sofisticación de la refinada Roma, no ofrecían otra cosa que
costumbres “deshumanizadas”, adorando enormes monolitos donde esculpían un
sinfín de símbolos extraños y practicando ciertas conductas que eran total y
absolutamente reprobadas por la flor y nata del Senado Romano, una elevada
intelectualidad que no alcanzaba a comprender no obstante y, por tanto, denostaba todo lo
que pudiera contravenir la férrea organización política, ególatra y narcisista
de un arte y una oratoria que los situaba en la cúspide de una pirámide fuera
de la cual no había nada, sólo barbarie.
Mientras en Occidente, vamos
acusando los estragos del sedentarismo sufriendo serios problemas de salud, hay
quien intenta escapar de Oriente pagando, con frecuencia, un elevado precio por
esa fuga que sólo persigue un Dorado:
la opción de vivir fuera de la miseria. Mientras nuestros representantes, aquí,
negocian y fijas las cuotas de asilados, los suyos, allí, se erigen en
vanguardistas sátrapas, convirtiendo las vidas humanas en rentas y réditos.
Nuestros niños aquí, tienen más de lo que necesitan, los suyos allí – o en esa
tierra de nadie donde los mantienen en un régimen estabular – juegan entre el
lodo; los nuestros sufren depresión infantil por cualquier carencia superflua
de lo último que anuncian en televisión, los suyos, allí, no pierden la sonrisa
mientras esperan pacientemente, un día y otro, a que Occidente les permita
tener sólo unas migajas de la dignidad que les es negada.
Bárbaros… sólo son eso: unos
bárbaros…
Y nos rasgamos las vestiduras:
la gente civilizada, en Occidente, ha de mostrarse contraria a cualquier tipo de
discriminación ya sea por razón de raza, sexo, ideología o religión; nos
erigimos en paladines de la justicia y es cuando, con la mano en el pecho,
condenamos el apartheid, el holocausto y los regímenes totalitarios.
Bárbaros… son sólo eso, unos
pobres bárbaros y mientras, aquí, jugamos a ser Dios y decidimos quien sí y
quien no es merecedor de tener la mínima posibilidad de tener una vida mejor,
dejando claro que siempre serán ciudadanos de segunda: un refugiado, un
asilado, un apátrida, un número de una cuota, alguien que “estará de prestado” y ello, claro, gracias a
la desinteresada generosidad de los occidentales, de los superiores, de los
privilegiados.
Bárbaros… les decimos, cuando
nosotros sólo somos eso, unos pobres bárbaros que tememos una nueva invasión:
la de los bárbaros famélicos del Oriente…
"Occidente parece inclinarse a unas
formas de aislamiento creciente y egoísta"
(Karol Józef Wojtyła – San Juan Pablo II)
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