El aire, diáfano, gravitaba
perfumado por el aroma de una lluvia que, a intervalos rabiosos, se había
derramado durante toda esa tarde de un cielo encapotado y plomizo. El horizonte
empezaba a emborronarse con el tono violeta oscuro de la caída de las tardes
lluviosas de invierno y apenas si empezaban a encenderse las primeras farolas,
arrojando lechosos haces que se reflejaban en los numerosos charcos diseminados a lo largo de la acera.
Los pasos resonaban sobre el
pavimento mojado, emitiendo un sonido casi metálico: el de las pisadas
presurosas del único viandante que se podía ver en la calle desierta y
silenciosa a aquella hora. Aspiré con fuerza inundando mis pulmones de una dolorosa y gélida
sensación y me subí el cuello del abrigo en un intento de paliar el frío que
penetraba la ropa clavándose en el tuétano de los huesos.
Miré el reloj, aún faltaban
diez minutos y para aplacar el nerviosismo, me encendí un pitillo. Me embargaba
esa sensación hormigueante que, en ocasiones, paraliza y en otras te obliga a
emprender la huida sin conocer, con certeza, tu destino. Intenté serenarme,
alentándome con la esperanza de que, en poco menos de un cuarto de hora, todo
habría terminado, me convencí de que un acto individual de valentía pondría fin
al silente sufrimiento de tantas otras personas que, quizás, no reunían el
valor, pero anhelaban secretamente el final que le esperaba a aquél viejo
despiadado y usurpador de costumbres ancestrales.
Introduje la mano derecha en
el bolsillo y noté el frío tacto del metal, deslicé los dedos hacia las cachas
de marfil y sujeté con fuerza el revólver. Según el chivatazo, el Gordo,
aparecería poco después de las ocho de la tarde para introducirse en el bajo de
aquella destartalada casa donde, se decía, tenía instalado el taller
clandestino en el que trabajaba infatigablemente durante las noches, en la
semipenumbra – me imaginaba – de un sótano pestilente y enmohecido por la herrumbrosa humedad de las paredes.
Me sobresaltó el triste maullido,
quejumbroso y ronco, de un gato empapado, de pelaje deslucido y manchado de
barro que clavaba sus ojos en mí como mendigando una caricia o quizás, algo de
comida, elevó el lomo e intentó frotarse contra mi pierna, lo espanté de un puntapié
y fijé mi atención en la esquina de la calle peatonal por donde, de ser cierta
la información, aparecería en breve el Gordo, ajeno al fin que le aguardaba. El
frío empezaba a calar el grueso abrigo, la humedad del ambiente entumecía mis
brazos e, inconscientemente, empecé a alternar el peso de mi cuerpo sobre una y
otra pierna. La sensación de tener un tremendo agujero en el
estómago fue aumentando, ascendiendo de él una quemazón que atenazaba mi garganta.
Arrojé el cigarrillo y me apresté a esperar la inminente llegada de aquél
desgraciado. El tañido metálico de las campanas de algún reloj cercano,
anunció, de ocho cansinos aldabonazos, el preludio del fin de mi espera. Elevé la vista
hacia la mortecina farola que derramaba, entre un chisporroteo eléctrico, un
tenue rayo de luz que, sin embargo, sería suficiente para dejar al descubierto
mi identidad. Busqué con la mirada hasta encontrar una pequeña piedra, blanca y
fuera de lugar en pleno acerado, me agaché para cogerla y la arrojé contra la
bombilla que se hizo añicos, cayendo en fragmentos, a continuación, sobre el pavimento. El
ruido, aunque ligero, me pareció un descomunal estallido en el silencio algodonoso de la
calle solitaria. Me estreché contra la pared, mientras me aseguraba de que el cristal, al romperse, no hubiera alertado a ningún curioso. La confirmación no se hizo
esperar: no hubo ruido de persianas ni de ventanas abriéndose. Todo permanecía en absoluto silencio y tranquilidad. Me encontraba al
abrigo de indiscretas miradas que pudieran ser testigos de mi presencia,
aquella tarde, junto al destartalo inmueble, cuya pintura desconchada,
albergaba la causa de todos los males que nos asolaban desde hacía algunos años. Apreté los dientes y
entorné los ojos. El Gordo acababa de aparecer tras la esquina, su presencia,
imponente, destilaba cierta seguridad, un andar pausado pero majestuoso, bajo
una gorra de cuadros escoceses, su nívea barba; se pertrechaba en una gabardina a punto de
estallar en las costuras laterales, el cinturón se tensaba bajo su enorme barriga. Calzaba botas de suela de goma que emitían
un desagradable chirrido al adherirse, a cada paso, sobre las baldosas y que
delataban su llegada. Se fue aproximando sin ser consciente de que le aguardaba, ciertamente, su fin. Me pareció escucharle un alegre silbido que identifiqué con alguna
melodía navideña típica de los países escandinavos. Comencé a caminar en su dirección mientras empuñaba el arma
que inopinadamente saqué de mi bolsillo cuando me encontraba a escasos pasos de
él: ¡¡BANG, BANG…!!... Dos detonaciones y la mirada glauca del Gordo clavándose
en la mía, un rostro barbudo y congestionado se contraía en una mueca de sorpresa
mientras llevaba sus manos al pecho, donde empezaba a extenderse una pastosa
mancha de un brillante color rojo oscuro. Se oyó un golpe seco, el del cuerpo inerme al desplomarse y
luego unos tacones alejándose del cadáver en plena calle peatonal. Los míos. Sólo
al llegar a la Plaza me di cuenta de que había empezado a llover nuevamente,
miré hacia atrás, donde ya sólo se percibía un bulto e imaginé que la sangre,
diluida por la lluvia, se iba expandiendo alrededor de su colosal anatomía
muerta, tiñendo las baldosas bajo aquél cuerpo sin vida.
Respiré profundamente un par
de veces hasta serenar mis nervios. El temblor de mis manos fue cediendo
paulatinamente, me apresuré en dirección a casa, cruzándome, en aquél
laberíntico recorrido de callejas del casco antiguo, con algunas personas en
cuyas miradas me pareció descubrir un atisbo de inmensa gratitud, como si
supieran lo que acababa de acontecer y me lo agradecieran sinceramente. Introduje la llave en la cerradura y me
envolvió, repentinamente, la calidez de la calefacción, me quité el abrigo que arrojé sobre el
sofá y me desprendí de los zapatos, mientras con la espalda apoyada contra la
pared fui dejándome caer sobre la madera del entarimado, sumiéndome en una
placentera sensación de alivio infinito: había matado al Gordo. Sonreí, entonces, feliz.
Me encontraba inmersa en una duermevela
inducida por la descarga de la tensión sufrida un rato antes, teniendo en la
mente la única visión de un rostro tumefacto, cuyos ojos azules parecían
salirse de las cuencas tras impactar contra su pecho el segundo de los
proyectiles. La imagen se repetía cíclica e indefectiblemente, como a cámara lenta… Me sacó de
aquél trance, cuya duración aún hoy no puedo precisar, el aviso del Smartphone,
cuya luz led parpadeaba cuando, tras percatarme de la vibración en el bolsillo de atrás de
los vaqueros, lo extraje para comprobar el mensaje recibido:
“ÚLTIMA HORA: Encuentran
muerto a Santa Claus en la puerta de su taller de juguetes. Se sospecha que
haya podido ser obra de alguna facción radical partidaria de Sus Altezas Reales
los Reyes Magos de Oriente. Seguiremos informando”.
Sonreí, una vez más, satisfecha. La noticia
ya había corrido como la pólvora y tenía el convencimiento de que miles de
personas – adultos y niños – celebraban, en sus hogares, mi crimen como la más
absoluta de las liberaciones de aquél yugo impuesto. Me levanté y entré en la
cocina para prepararme un chocolate caliente. Unos minutos después, paladeando
el espeso cacao, me dispuse a escribir una misiva:
“Queridos Reyes Magos:
Este año, sé que os consta,
soy merecedora por derecho propio de vuestra mayor generosidad y gratitud. Así que, conocedora de que no os podréis negar,
desearía la totalidad de los artículos que paso a detallaros en esta minuciosa lista:
… (...)...
Fdo. La Asesina del Gordo”.