Y a escasos días de la celebración de una nueva “ Gran Fiesta de la
(Sacrosanta) Democracia”, otra más, ahí vamos: reflexionando y sopesando,
conscientes de falsas promesas jamás cumplidas pero intentando justificar el
signo de nuestro voto, en dura pugna entre la razón y el corazón, hastiados de
corruptos de uno y otro bando – que aquí no se salva nadie, incluyendo en esta
aciaga Lista de los Malditos a la cúpula de los ‘nuevos’ visionarios
trasnochados que se postulan como los incastos salvadores de una sociedad
quebrada y exprimida -.
Y ahí seguimos, a vueltas con el deber ciudadano de elegir a nuestros
representantes que, empiezo a barruntarme, pesa más que la lícita reacción engendrada
por la obscena inmundicia que nos rodea, de mandarlos a todos, sin excepción
alguna, floridamente, pues las formas no han de perderse nunca, a la mismísima
mierda.
Con el gesto pusilánime, de la
más absoluta renuncia, extraigo del buzón los sobres de propaganda electoral, a
duras penas reprimo el impulso de tirarlos a la papelera y los deposito en una
esquina de la mesita del recibidor. Será más tarde cuando descubra, entre los
nombres de los candidatos a ediles, a amigos y conocidos integrando el ‘elenco
de la salvación’ de las diferentes opciones políticas, todas ellas erigidas
ahora en paladines de la decencia y la honestidad en la gestión pública, claro,
no podríamos esperar ya otra cosa: “los
de antes, los de siempre – dicen – lo
han hecho fatal, pero ahora nosotros venimos a arreglarlo”… Y es que no sé
si son o muy idiotas o muy sinvergüenzas aunque ningún interés tengo ya en
descubrirlo.
Sonrío, es inevitable no
hacerlo, al repasar mentalmente no ya los eslóganes de campaña de cada
formación, sino las palabras, vacías y absurdas, que he estado obligada a
escuchar durante estas últimas semanas. Supongo que producto del desencanto,
del más grande fiasco o del, simple y castizo, escarmiento, yo ya no me creo
nada y me creo todo: no confío en las falsas promesas de honestidad porque los
veo, a todos y sean del signo que sean, capaces de todo. “El poder corrompe”, dicen que dijo el bueno de Lord Acton, yo, por
mi parte, soy de la llana opinión, por mi absoluto convencimiento de que el
refranero popular es sabio, de que “jamás
ha de pedirse a quien pidió, ni servir a quien sirvió” puesto que “si quieres saber quién es Periquillo… dale
un carguillo”… aunque sea de Concejal, me veo en la necesidad de
apostillar, que “por poco se empieza, si
medrar quiere el trepa”.
Y ahí vamos… con las reservas y salvedades que cada uno quiera hacer, en el lícito ejercicio de su derecho, aunque
creo que, probablemente, la solución pase por “profesionalizar” la res publica, pues, sin duda, habría en
ello mayores beneficios que perjuicios, evitaríamos que el “mal” médico, “mal”
abogado, “mal” maestro, “mal” economista, el inútil por vocación, en
definitiva, que se ve abocado a vivir de algo ajeno a su profesión, se convierta
así en ese “nefasto” político que hace de su propia ineptitud su medio de vida,
castigando impunemente a quienes, en realidad, somos los auténticos y
verdaderos soberanos: los ciudadanos que, sufrida y calladamente, venimos
soportando una paulatina y progresiva subida de impuestos, hemos renunciado a esquiar
en Baqueira Beret durante permisos carcelarios, así como a vivir en Palacetes
situados en exclusivas zonas residenciales, no aspiramos a tener una prejubilación
blindada en Consejos de Administración de grandes empresas, ni tampoco, aún
menos, a una indemnización millonaria cuando pongamos fin a nuestra vida
laboral para zambullirnos en el cálido estanque dorado de nuestro merecido
descanso… No, nosotros, los verdaderos dueños y señores del poder, de ese poder
de decisión, nos levantamos a las siete de la mañana, renunciamos a gastos que,
siempre podremos convencernos, resultan absolutamente prescindibles con la
finalidad de permitirnos, aún cuando sólo sea, una semana de vacaciones,
pagamos religiosamente nuestros impuestos con el firme convencimiento de que su
importe, lejos de acabar en alguna cuenta opaca, redundará en el bien común:
hospitales, carreteras, educación, ayudas públicas… Y no es porque seamos
tontos, sino porque, a la vista de lo que tenemos, ya nos lo hacemos.
Le echo, apática, un último
vistazo a esas listas de nombres cuyos propietarios son caras familiares, en la
mayoría de los casos, sintiendo por ellos más compasión que otra cosa, pues
aunque reconozco que durante mi adolescencia hiciera “mis pinitos”, coqueteando
con la política, por fortuna, rectifiqué a tiempo mi rumbo perdiendo, así, el
romántico idealismo de la juventud, pero – y ahora lo sé - manteniendo a salvo
mi conciencia. Aparto a un lado las papeletas necesariamente descartadas que
habrán de cumplir, en un rato, su destino reposando en el fondo del cubo de
basura, a modo de desdichada profecía respecto de quienes la sustentan. Me
quedo con una mientras sopeso si, finalmente, seguirá o no el mismo camino…
Pienso.
Y ahí voy… trabajando más de
diez horas al día sólo para pagar impuestos, controlando gastos para poder
atender mis deudas, deseando que llegue el mes de agosto para dar inicio a ese
anhelado aunque exiguo descanso y ando también, cómo no, matándome con el Banco
para que me suprima la cláusula suelo, a ver si, con suerte, consigo unos “ahorrillos”
extra para mi retiro. Ahí voy… que yo no aspiro a dedicarme a la política, no
señores, me veo muy capaz de seguir viviendo, dignamente, del ejercicio de mi
profesión. Me veo muy capaz, sobre todo, de seguir durmiendo cada noche a “pierna
suelta”, porque yo, señores, soy quien decide si quiere o no estar gobernada
por una panda de cuatreros.
Y ahora, a seguir elucubrando…
que el plazo se agota y toca decidir.
“El político se convierte en Estadista
cuando comienza a pensar en las próximas generaciones
y no en la próximas elecciones”.
(Sir Winston Churchill).