Desconozco cuando comenzó mi personal idilio con Galicia. Supongo que
fue en algún lejano momento durante aquellas cálidas y largas tardes de verano
que mi abuelo dedicaba a hablarnos, durante el tedio que sucede a la comida, de
nuestros orígenes, de la cuna de nuestro apellido, de frondosos bosques y de la
lluvia ligera que les regala el peculiar color esmeralda intenso, de leyendas y
construcciones de piedra… de Betanzos. Así, creo, es como me fui enamorando de
Galicia, a través del recuerdo y de los ojos de Víctor.
Desde entonces, siempre se ha cernido sobre mí la sombra de las meigas,
de los hórreos y de ese Camiño en pos de la estela del Santo que, en las noches
despejadas, cruza el firmamento de este a oeste guiando los cansados pasos del
peregrino.
A veces me sorprendo en ensoñaciones, permanezco en pie sobre un
agreste acantilado que cae a un profundo mar plomizo, más allá del cuál no hay
nada, es el punto en el que el sol se sumerge inflamando en llamas un horizonte
al compás del llanto solitario de una gaita. Es… Finis Terrae…
Empieza a atardecer. La
atmósfera es diáfana y el ambiente fresco. Huele a tierra mojada. Estoy reclinada,
meciéndome con el leve balanceo del columpio del porche mientras dejo que las
últimas luces del día me arrastren por los laberintos de mi memoria hacia
aquellas leyendas de meigas y bosques encantados de mi infancia. Hace
tiempo que ha dado inicio una fina lluvia, casi imperceptible, que cae de un
cielo encapotado, arrancando un crujiente repiqueteo a la frondosa vegetación
del enorme jardín que se extiende hacia la orilla del río que, intuyo, fluye
tranquilo y cristalino tras la arboleda y el enorme parterre de hortensias que
configura sus límites.
Me gusta ver atardecer. Es una
sensación de placentera calma, observar cómo se adormece el día con el
inicio de esa especial sinfonía de los sonidos nocturnos, el autillo acompaña,
hoy, el canto del agua que discurre por el cauce del río hasta alcanzar el
atlántico, en aquél punto que, la leyenda y las numerosas catástrofes de
navegación, dieron en llamar A Costa da
Morte…
Imagino, no sé por qué me
viene ahora a la mente, cómo serían las últimas horas de la tripulación del Serpent, aquella fatídica noche del 10
de noviembre de 1890, en fiera lucha contra un embravecido mar, la tormenta
arreciando y una lluvia pertinaz mitigando, a violentas rachas, el miedo,
exhalado junto con una respiración entrecortada, de los tripulantes del navío
hasta que finalmente, un grito desgarrador partiera en dos la oscuridad de tan
aciaga noche: “¡Sálvese quien pueda!”.
Tras el ensordecedor estruendo originado por la fractura de la nave que zozobra
inevitablemente.
Oscuridad… sólo oscuridad y el
agua gélida engullendo, con fiereza, a aquellos marinos que luego expulsa contra los
arrecifes, cerca de Camariñas. Cuerpos rotos, marionetas inertes vapuleadas en
un impasible mar de anhelos y recuerdos de aquellos a quienes ya no verán.
Saciando así el hambre de muerte de aquella costa. Ojos vitriólicos, sin alma, vacíos, mirando, sin ver ya, la cercana ensenada que los acogerá por la eternidad en el, llamado, Cementerio de los Ingleses.
Imagino, también, cómo sería
el posterior amanecer, calmo, luminoso y nítido. Esperanzador, tras aquella terrible
tempestad. Una superficie plateada por los destellos del alba, despejada,
cristalina… Sosiego. De la destrucción termina naciendo, siempre, belleza y aquél mar
enfurecido que se tragó a los hombres, devuelve ahora sus cuerpos sin vida a la
playa, queda y silentemente, parece arrullarlos con ternura, hasta que los
deposita, finalmente, sobre la arena, con mimo, como pidiéndoles perdón, y les regala, entonces, la más
bella visión: la salida del sol, una fría mañana de noviembre sobre un mar que, al igual que quita, regala vida… en una costa bautizada De la Muerte…
Vuelvo a la realidad. Al
momento, exacto y cierto, en el que me encuentro. La lluvia continúa acariciando la
vegetación, cimbreándola, pertinaz pero sutilmente, impregnando mi alrededor
del refrescante aroma de las hortensias mojadas que pronto se funde con el de
la madera. La luz, lechosa y blanquecina, del día se va extinguiendo y se
dibuja, ante mí, la visión imaginaria de una antigua locomotora a vapor, expeliendo
una densa fumata azulada que asciende, en volutas, hacia un cielo grisáceo y
encapotado, que anuncia el crepúsculo del día. Atraviesa un alto puente de
piedra, con su paso cansino, de traqueteo metálico, chirriando sobre los
carriles, mientras un niño pequeño, rubio, fija sus grandes ojos en la máquina
y saluda su paso, levantando una mano regordeta. Maravillado por aquél paisaje
de altos castaños y robles sobre una tupida alfombra, verde intenso, de tojos y
brezos, tan distinto al del sitio donde él nació, al sur, muy al sur, “en el otro extremo de España” como su
padre, aquél militar de semblante serio y enorme mostacho, oriundo de Betanzos,
definía la tierra a la que fue destinado para cumplir con su deber…
Esa imagen me viene, con
frecuencia, a la mente cuando pienso en Galicia, es una fotografía color sepia
que, de modo recurrente, aparece. Siempre una antigua locomotora, siempre un
puente de piedra, siempre un frondoso bosque de altos árboles y siempre, un
niño de pelo claro cuyas facciones me resultan extrañamente familiares y
cercanas.
“Mientras más existimos, más breves parecen
Las sucesivas etapas de nuestra vida;
En la infancia un día simula un año,
Y un año, el paso de los siglos... (…)…”
(“El Río de la Vida” – Thomas Campell)