El agua resbala aún por mi
rostro y a lo largo del impermeable con el que me cubrí al inicio de la lluvia
torrencial que me ha soprendido a medio camino de la casa. Unas tímidas gotas, a
modo de preludio que abrieron paso a una lluvia muy fina, primero, pero
insistente y violenta poco después que ha traído el frescor a esta tierra
sedienta y castigada por el inclemente sol africano. Estoy sentada en el
porche, paladeando una reconfortante taza de té negro, intenso y fuerte, de la
que asciende, una leve columnilla de humo. La sostengo entre mis manos
percibiendo el agradable calor que desprende la porcelana y que va
transmitiendo una tibia sensación a mis dedos. Los tablones de madera aparecen
tatuados por las huellas de barro que han dejado mis suelas momentos antes.
Junto a la pequeña mesa de ratán, apoyado, he dejado el rifle, aquél Mauser de cerrojo, regalo de mi padre,
que tantas satisfacciones me ha dado, la cartuchera, colgada del cañón,
presenta los claros indicios de un uso continuado en el tiempo, su piel, ajada
y ya mucho menos rígida, alberga las balas del calibre 300 que esta mañana
deposité antes de la batida.
Miro cautivada hacia el
horizonte, donde empiezan ya, tímidamente, a vislumbrarse los tenues rayos de
un sol de atardecer. Es el ocaso africano, enmarcado por algunos baobabs diseminados a lo largo aquella
planicie que, ahora, se me antoja infinita. La lluvia que hasta hace un momento
caía pertinaz, ha cesado repentinamente, dejando una atmósfera diáfana y fresca
tras de sí.
Huele a tierra mojada, a
hierba y a los colores ocres, naranjas y marrones de África. Una bandada de
aves levanta el vuelo dibujándose contra el cielo e interponiéndose, a su paso
raudo, sobre el arco iris, que parece derramarse desde algún punto sobre las
nubes.
Aspiro, con los ojos cerrados,
los aromas que comienzan a inundar la llanura, dejándome envolver por ellos y
permitiendo su liviana caricia en las fosas nasales que dilato deliberadamente
con la intención de aprehenderlo en su totalidad, impidiendo así que ni una
sola partícula de las que conforman ese peculiar olor consiga escaparse de mi
percepción olfativa. Pronto anochecerá, el sol continúa poniéndose, una amplia
semicircunferencia incandescente que comienza a esconderse, lentamente, tras el
horizonte. Parece despedirse inflamando en llamas el cielo, intenta, quizás, postergar
unos minutos más su marcha. Una marcha inexorable, pues el astro morirá, para
nacer poco después con un nuevo día en el que también bañará la sabana africana, dando nueva vida con su
calidez, tostando mi piel que, paulatinamente, se va tornando de color canela, mimetizándose
con la paleta cromática que impera a mi alrededor.
Una ligera brisa arrastra,
entre los sonidos provocados por los animales que ya van comenzando a salir de
los refugios donde, poco antes, se guarnecían de la lluvia, el olor a madera
quemada procedente de alguna hoguera cercana. Me llega, amortiguado, el canto
tribal de femeninas voces negras, como el suave arrullo de una letanía que me arropa suavemente, induciéndome a un placentero estado. Los grillos dan inicio, también,
a esa sinfonía que tiene lugar con cada anochecer. Cierro los ojos una vez más,
perdiéndome en las evocaciones que las sensaciones sensoriales me despiertan y
es al abrirlos cuando veo reflejado, en los charcos, el brillo titilante de las
primeras estrellas, me reclino deleitándome en la visión que tiene lugar ante
mí.
África se rinde a mi pies,
otorgándome la soberanía sobre sus colores, sus olores y sus sonidos… Tengo el
pleno convencimiento de que me pertenece, es mía por derecho de conquista y
como tal la reivindico.
No sé por qué pienso ahora en
otra época anterior, lejos de esta tierra que, hoy, me otorga el estatus de soberana de la sabana, ése que sólo se obtiene cuando te enamoras de ella, de sus tiempos y compases, de su cielo, de
sus colores. Cuando te conviertes, para siempre, en parte de la África salvaje,
inhóspita y apasionada, cuando es tu propio ser el que siente cada amanecer,
cada rugido y cada latido de los corazones indomables que habitan, en perfecta
convivencia, los rincones, aún por descubrir, de aquella ingente llanura. Aquí
existe una ley no escrita y respetada por todos sus habitantes, sean hombres o
fieras, aquí, en África, sólo se mata para alimentarse, dentro del equilibrado
ciclo que conforma esa cadena alimentaria de estructura piramidal.
No existen las horas, más allá
de las distintas fases del día que sólo el sol dirige: tiempo de cazar, tiempo
de dormir, tiempo de amar… tiempo de vivir. Tiempo de morir.
No hay delitos, pues no se
conoce el mal, los animales cumplen su misión vital al igual que nosotros, la
nuestra. Vivir y morir. Morir y vivir.
África, mi África, es un
espacio abierto, libre, en el que las únicas puertas son las de la propia voluntad.
Amar a África es quedarte en
ella para siempre y permitir que ella se quede en tí.
“When you have caught the rhythm of Africa, you find out that it’s the
same in all her music”.
(Karen Blixen – “Out of Africa”)