Para un preadolescente, el efecto más pernicioso que, sin la menor duda, el largo, tedioso y cálido verano puede tener, es caer en una rutina
apática, en esa lenta inactividad de los asfixiantes días, ociosos y vacíos, en los que no hay nada que hacer, más
allá de dejar pasar el tiempo al sol.
Mi abuelo solía organizar excursiones a Los Cañones, no ya sólo para
mitigar el tedio que, transcurridas las dos primeras semanas de vacaciones
escolares nos alcanzaba, hiriéndonos de una total y lasa inapetencia, sino para
fomentar nuestro contacto y conocimiento de la Naturaleza y como medio efectivo
de obligarnos a hacer ejercicio físico. Así, un día cualquiera de verano, recuerdo
que se convertía en una emocionante aventura, mochila a la espalda y
cangrejeras para evitar que los molestos
chinos del río nos lastimaran las plantas de los pies, nos adentrábamos por las
diferentes rutas: tramos a pie y otros a nado con el espíritu del curioso aventurero. Lo mejor era, tras el cansancio
de la caminata, el reparador baño en las gélidas y transparentes aguas del río,
cuando salíamos – tiritando de frío y con los labios morados-, nos sentábamos
al sol, a la impaciente espera de los
filetes empanados y la tortilla de patata que mi abuelo siempre llevaba en la tartera.
Aún hoy recuerdo cada uno de esos días como instantáneas de unos veranos pasados.
Eran... mis veranos al sol.
Supongo que no es sólo porque,
además de mi sobrino, sea mi ahijado, sino porque su nacimiento rompió la
tónica dominante en mi familia, en la que las féminas hemos sido mayoría
absoluta e incontestable. De modo que tras la venida al mundo de su hermana
mayor, Marta, la suya fue doblemente esperada: era el primer niño que llegaba.
Álvaro ha ido creciendo y hoy
tiene ya casi doce años que cumplirá el próximo diciembre, y, sin hacer
distingos con el resto de mis otros cinco sobrinos, siempre nos hemos entendido
muy bien, me precio de ser, al menos para él, “la Mejor Tía del Mundo”, de hecho, en mi Despacho
hay un Diploma que así lo certifica emitido por él mismo y del que me
enorgullezco más que de ningún otro de los que cubren las paredes.
Fue a la vuelta de mi habitual
viaje de vacaciones estivales, a finales de agosto, cuando reparé en que se pasaba el día en la
piscina, tumbado al sol, móvil en mano o con los videojuegos, pero siempre en
una indolente actitud de total inactividad, me dijo que aparte de sus tareas
escolares de repaso no hacía gran cosa, puesto que las clases de Pádel las
habían suspendido por el calor. Esa tarde, estábamos sentados en el borde de la
piscina y me pedía que le explicara con detalle todo lo que había visitado
durante mi viaje y sobre el que estaba al tanto por haber sido numerosas las
fotografías que le había ido mandando, vía WhatsApp.
-
“Pues no sé… a mí también me gustaría hacer algo
distinto, ¿sabes Tata?... Correr una aventura que hiciera diferente este verano
tan aburrido…”.
-
“¿Ah sí?... – no sé por qué me vinieron entonces
a la memoria mis excursiones de cuando tenía, más o menos su edad -. Pues... me
pregunto qué tal te vendría mañana acompañarme a un sitio…”
La cara se le iluminó, me
consta que él disfruta tanto de mi compañía como yo de la suya, razón por la
cuál ante cualquiera de mis propuestas su respuesta es siempre afirmativa y
sólo después pregunta qué es lo que vamos a hacer o a dónde vamos a ir exactamente. Para
evitar malos entendidos, motivados por la euforia que noté le embargaba en
aquellos instantes, me apresuré a añadir:
-
“Me refiero a mañana, cuando termines tus
actividades, evidentemente” – puse especial énfasis en el condicionante, nada
más lejos de mi intención que recibir un sermón por parte de mi hermana acerca
de la “responsable influencia” que, debo ser consciente, he de ejercer sobre
sus vástagos, de forma más que legítima, por otro lado. “Bien, pues en ese
caso, pasaré a buscarte sobre las doce y trae bañador, zapatillas y una gorra”.
Cuando a la mañana siguiente,
unos minutos antes de la hora acordada me presenté en su casa, él ya estaba
esperando, nervioso, en el porche. Mi hermana me contó que, para su asombro, se había
levantado antes de lo habitual y sin que nadie le dijera nada, había hecho las
páginas del cuadernillo de verano que le correspondían aquél día.
El viaje apenas si duró quince
minutos, Álvaro estaba excitado y no dejaba de preguntar a dónde nos
dirigíamos, le contesté con un enigmático “En seguida lo verás…”. Aparcamos
bajo unos álamos y cogiendo la mochila, le dije:
-
“Bueno, vamos allá… A ver que descubrimos hoy en
esta expedición…”
Supongo que para un niño de once
años, acostumbrado a la ciudad, el hecho de ver un río ya le fascina, pero aún
más adentrarse en sus aguas. Accedimos a la antigua Piscifactoría, hoy ya abandonada, y nos adentramos por el túnel. Tras una caminata de más de treinta
minutos en la que no dejé de escuchar lo maravillado que mi sobrino estaba por
aquél entorno, desconocido hasta entonces para él, pero tan cercano al mismo tiempo. Le
pregunté:
-
“¿Entonces…?, ¿esto es algo distinto…?.
-
“Ya lo creo… esto es chulísimo y yo no sabía que en Jaén, pudiera existir algo así”.
Me preguntaba, asombrado, cómo
era posible que el agua del río hubiera podido hacer en la roca aquellos profundos socavones en el desfiladero, se fijó en la vegetación que nos rodeaba e intentaba reconocer las
diferentes especies mientras me pedía, constantemente, que nos bañáramos para mitigar los efectos de la sofocante temperatura, hasta que, por
fín, accedí, fue al llegar a un tramo, con un acceso de cierta dificultad, en el
que existe un remanso constituido por una poza natural, el agua es cristalina,
aunque fría, por encontrarse su nacimiento a pocos metros. Se fue adentrando
lentamente, pero la temperatura no lo disuadió, y se zambulló de golpe, supongo
que para neutralizar sus efectos. Comenzó luego a bracear, primero lentamente y luego a más velocidad. Se volvió y me gritó
para que le acompañara, lo hice. Algunos minutos después nadábamos en dirección
al nacimiento del agua, río arriba, con los músculos entumecidos, entre risas y
bromas. Cuando por fín alcanzamos el nacimiento, en el que agua brota con fuerza desde una cascada, nos pusimos
en pie, pues allí, apenas si nos llegaba a la cintura y jadeando nos
dirigimos hacia el margen izquierdo, donde había algunas piedras de gran tamaño,
nos sentamos sobre ellas intentando acompasar la respiración, agitada por el esfuerzo
físico que acabábamos de hacer. Álvaro elevó la cara, bronceada por aquél interminable verano, permitiendo que los rayos
de sol se posaran sobre ella, tenía los ojos cerrados y una inmensa sonrisa pintada en el rostro.
-
“Entonces… ¿podemos considerar este verano un
poco diferente del resto? – le pregunté -.
Abrió un ojo y me miró por el
rabillo antes de contestar socarrón:
-
“Es un verano estupendo, Tata. ¡Un verano de
aventura!” – y salió corriendo para volver a zambullirse de un salto. Yo lo
miraba orgullosa jugar en el agua, sumergirse en ella, para salir poco después
con una sonrisa radiante, salpicarme, entre ruidosas carcajadas y apremiarme para volver hasta
donde habíamos dejado la mochila para dar buena cuenta de las viandas que, yo
ya le había adelantado, guardaba en ella. Se han repetido después, en alguna
otra ocasión más, estos días de diversión en plena naturaleza y, para ser sinceros, no sé quién de los dos los
disfruta más. Supongo que tácitamente hemos instaurado, como tradición
familiar, nuestras, cada vez menos esporádicas, visitas al río.
Es curioso como, cuando
crecemos, tendemos a volver a aquellos años infantiles de los que somos capaces
de afirmar, sin dudar, que fueron nuestra época más feliz, pensé mientras
compartía con mi sobrino un almuerzo a la orilla de un río cristalino, bajo la agradable sombra de unos álamos, tras una excursión que nos había dejado exhaustos y
hambrientos en un día de verano al sol…
“La infancia es un privilegio de la vejez.
No sé por qué la recuerdo actualmente, con más claridad que nunca”.
(Mario Benedetti)