“Examina ahora el caso de una liberación de sus cadenas y de una
curación de su ignorancia, qué pasaría si naturalmente les ocurriese esto: que
uno de ellos fuera liberado y forzado a levantarse de repente, volver el cuello
y marchar mirando a la luz y, al hacer todo esto, sufriera y a causa del
encandilamiento fuera incapaz de percibir aquellas cosas cuyas sombras había
visto antes. ¿Qué piensas que
respondería si se le dijese [515 d] que lo que había visto antes eran
fruslerías y que ahora, en cambio, está más próximo a lo real, vuelto hacia
cosas más reales y que mira correctamente? Y si se le mostrara cada uno de
los objetos que pasan del otro lado del tabique y se le obligara a contestar preguntas
sobre lo que son, ¿no piensas que se sentirá en dificultades y que considerará
que las cosas que antes veía eran más verdaderas que las que se le muestran
ahora?...”
(Platón.- República. Libro VII).
Estoy
leyendo. Es una noche de sábado, casi como otra cualquiera, digo casi porque no
todas son iguales; aunque suele haber cierta habitualidad en el hecho de
dedicar los sábados, aquellos que no ocupa cualquier otro compromiso social, a
sumergirme en la solazada quietud de la lectura hasta altas horas de la
madrugada. Mientras, con el cadencioso transcurrir del tiempo, la estancia se
va volviendo oscura, hasta llegar a ese punto de penumbra que invita al
encendido de alguna vela cuyo aroma y titilante luz inducen al intimismo
introspectivo. Hace tiempo que hoy ya la encendí, oigo lejano el crepitar del
pabilo y percibo la tenue fragancia a jazmín que regala mis fosas nasales. Levanto
la vista del libro y reparo en la sombra de los objetos proyectados de espectral
modo, en el que apenas si resulta reconocible el original, sobre la pared de
piedra del extremo del salón. Sonrío. En cuestión de segundos, pues me asalta,
vívido, un recuerdo, retrocedo en el tiempo hasta el aula en el que algunos
afanados preuniversitarios repasan, a primeros del mes de mayo, el Mito
de la Caverna,
puedo verme a mí misma hace más de veinte años, comentando la alegoría del
pensamiento platónico durante la preparación de la tan temida – entonces y por
desconocimiento - Selectividad. Continúo en ese estado de regresión y me ubico ahora
en mi infancia, es el patio de la casa de mis abuelos, estoy jugando con mis
primos a “las sombras chinescas”, interponemos, en riguroso orden de
alternancia previamente establecido, nuestras manos, pequeñas y regordetas,
ante los haces de luz amarilla que derrama el farolillo del jardín durante las
noches de verano en las que, tras la cena, solemos jugar: “el conejito comiendo
alfalfa”, “la mariposa volando”… Y
realmente, reconozco, era lo que se veía: un conejo, una mariposa, un águila
imperial, con total y absoluta nitidez.
Es
el juego de las sombras chinescas.
Un
juego que, tras su descubrimiento en algún momento de nuestra infancia, se
instaura con tal raigambre en nuestra esencia que nos acompaña el resto de la
vida: luces y sombras. Verdad y falsedad.
Vuelvo
a la realidad de la mano de esa reflexión que considero muy acertada. Es
curioso cómo, en ocasiones y ya durante la época adulta, vivimos condenados a
ver sólo las sombras que se proyectan sobre la pared del único lado de la caverna que nos resulta visible, aunque
intuyamos a veces, como acto de rebeldía, que existe otra realidad distinta
y sin duda mejor. Es el atisbo de un vértice, el de la confluencia de ambos
mundos: el sensible y el inteligible, o lo que es lo mismo,
el mundo en el que nos empecinamos, dolorosamente, en permanecer y el que nos aguarda
más adelante, encontrándonos, mientras tanto, sumidos en esa, voluntaria o
involuntaria, condena que nos obliga a considerar como única VERDAD
la oscura sombra proyectada ante nuestros ojos, pues las cadenas que nos
laceran cuello y piernas nos impiden girar la cabeza, es la verdad que conocemos y como tal la
acatamos, la aceptamos e, incluso, nos resignamos a tan esperpéntica hegemonía,
aún cuando la intentemos justificar en nobles y elevados sentimientos, hasta
que un día, el más inesperado, nos vemos libres de esas ataduras que nos
ofrecen la visión, engañosa y falsa, de una realidad que no es tal. Y abandonamos
la caverna, tras ascender por una escarpada pendiente, saliendo así al cegador encuentro
“del Sol y de lo que le es propio” y
entonces, sólo entonces, pues es en ese momento y no en otro, cuando, teniendo
la percepción completa de lo que es la verdadera realidad y su tétrica
proyección, el antiguo prisionero que habita en nuestro interior toma
consciencia del submundo en el que ha estado morando, conformándose entonces sólo
con oscuros y funestos reflejos de lo que, sabe ahora, es lo puro, real y
verdadero que aprecia en todo su esplendor, desplegándose ante sus maravillados
ojos a la luz solar, cálida y clara.
Suelo
imaginarme ese tránsito redentor como algo súbito, difícil y fatigoso, pues
supone la ardua ascensión por una superficie inclinada, si bien al culminarla nos
apresta, como justa recompensa, a la absoluta liberación de las cadenas
opresoras y a la más profunda sensación de inmunidad frente a lóbregas sombras
pasadas, ornada con la abolición de una oscuridad anterior que inundaba el
habitáculo, claustrofóbico y hediondo, manteniendo adormecidos los sentidos,
bajo la tiránica y narcótica opresión del dictador que nos impedía, recurriendo
a la vil mordaza del chantaje emocional, contemplar la luz solar.
Se
escuchan en la calle ahora, aún cuando ya pasan de las nueve, unas voces
infantiles, niños corriendo y que juegan sacándome de mi ensimismamiento, y yo,
inevitablemente, vuelvo a mi infancia, al momento de las sombras chinescas.
Intento reproducirlas, si bien esta vez con menor éxito. Sonrío. Sabio Platón y
sabia la vida que termina por conceder a cada quien el lugar que siempre le
correspondió, ya sea dentro o fuera de la caverna. En el mundo sensible o en el
inteligible: en la falsedad o en la verdad.
“No basta decir solamente la verdad,
más conviene mostrar la causa de la
falsedad”.
(Platón)